El hallazgo de una nueva especie de homínido, una mezcla perfecta de mono y hombre, al que han denominado Homo naledi, vuelve a replantear el problema que dio origen al mito del eslabón perdido, de ese ejemplar que nos diera respuesta a la cuestión fundamental de qué nos hace humanos. Para los creacionistas, estas cuestiones sobre el origen de nuestra especie carecen de relevancia porque para ellos está claro que el hombre es una creación directa de Dios que con un puñado de barro dio forma al cuerpo y con su soplo le dio vida y alma, pero desde que Darwin hizo temblar los cimientos de la civilización cristiana, los científicos van por otro camino, el del evolucionismo. Sin embargo, ni siquiera ese conocimiento científico que nos demuestra el parentesco con los primates ha conseguido convencernos de que los humanos somos simplemente animales.

Los humanos actuales estamos dotados de un pensamiento y de un lenguaje simbólico, gracias a lo cual podemos imaginar paraísos artificiales. Como afirma Yuval Noah Harari en su historia de la humanidad, De animales a dioses, ese sería el rasgo diferenciador, porque «ningún chimpancé creería en un cielo lleno de bananas para la eternidad». Pero, ironías aparte, Darwin se interesó en otro rasgo que marcaría la diferencia entre nosotros y el resto de nuestra familia de los grandes simios, nuestra capacidad para desarrollar un pensamiento moral, para establecer valores morales o, lo que es lo mismo, nuestra capacidad para diferenciar el bien del mal.

Esa capacidad de pensamiento moral ha llevado a la humanidad, por ejemplo, a formular leyes y preceptos que van desde los diez mandamientos mosaicos hasta la más reciente declaración de derechos humanos. Perfecto. En función de esa capacidad, el problema siguiente ya no es científico sino simplemente lógico: por qué, si hemos desarrollado un pensamiento moral, no actuamos en consecuencia.

Algunos científicos han afirmado que lo que nos hace humanos es la violencia y, aunque al parecer los chimpancés también pueden parecerse a nosotros en la forma de violencia organizada, este rasgo implicaría una contradicción entre lo que somos capaces de pensar y lo que somos capaces de hacer. Es decir, somos capaces de pensar y desarrollar valores en función de un objetivo, el bien, pero luego no somos capaces de actuar de acuerdo con ese objetivo. O sí, y entonces el problema está en que al concepto del bien le falta definición.

Es evidente que actuamos de acuerdo a criterios de bondad cuando todo nos va bien y no nos amenaza ningún peligro, sin embargo, cuando nuestro bienestar o nuestra seguridad se ven amenazadas, los criterios de bondad desaparecen, se olvidan o se relegan y actuamos simplemente en defensa propia. Los peligros, no obstante, pueden ser reales, pero también pueden ser no sólo imaginarios sino fomentados desde intereses puramente económicos, de poder o desde el fanatismo.

No hace falta repasar la historia, aunque nunca viene mal hacerlo. Cuando el peligro son los judíos no existe ningún reparo moral en exterminar a los judíos; cuando son los armenios, se extermina a los armenios, a los kurdos, a los tutsis o a quien sea. Ahora el peligro está en la llegada de refugiados que pueden alterar el bienestar y la seguridad de los países europeos y a muchos les ha entrado el pánico.

Sin renunciar a la violencia directa ni al cierre de fronteras ni a esas vallas fronterizas, de fabricación española, adornadas con cuchillas que tienen el bonito nombre de 'concertinas', para defendernos contra los que intentan penetrar en Europa, nuestros sesudos gobernantes han tenido la genial idea de recurrir a las categorías para aliviar el peligro. Una cosa son los que huyen del hambre (de la enfermedad, de la miseria o de la violencia desorganizada), esos son los emigrantes, sin derechos y otra cosa son los refugiados, es decir, los que huyen de una violencia más organizada, esa a la que llamamos guerra. Estos últimos tiene derecho al asilo, sin embargo, como digo, ese asilo parece que entraña peligros potenciales de los que hay que protegerse.

No voy a ponerme fácil y a afirmar que nos merecemos todo lo que nos pase porque lo que ocurre en África o en Oriente Medio (por no seguir con América latina) es responsabilidad exclusiva de Occidente. No es exclusiva. Pero la vergüenza sí debería serlo.