Aylan, el niño sirio ahogado en Turquía, se ha erigido en el símbolo de la tragedia que acompaña al fenómeno de los refugiados, y como tal ha sido percibido por la opinión pública. Ésta se ha sentido sin duda conmovida e interpelada por esa imagen en la playa turca, y ha adoptado una actitud de solidaridad hacia esa riada humana que huye de la guerra. Y ha sido un adolescente sirio quien mejor ha definido, en una sola frase, qué hay detrás de este sufrimiento: «Parad la guerra -ha dicho el joven- y volveremos a Siria».

Efectivamente, y por lo que respecta a este país, son los crueles combates que en el mismo se desarrollan los responsables del éxodo humano. No es una plaga bíblica ni un desastre natural lo que empuja a millones de personas a llamar a las puertas de Europa; es una guerra con unos responsables muy definidos. Y resulta que éstos se encuentran al frente de nuestros gobiernos, que hace unos años decidieron, por razones geopolíticas que se determinan en lo fundamental en Washington, que había que acabar con el régimen de Bashar Al Asad. Así, se financiaron y armaron a organizaciones terroristas como el Estado Islámico (ISIS), a las que se proveía y provee de dinero y armas con origen tanto en países occidentales como en las petromonarquías feudales del Golfo. Antes, casi con los mismos protagonistas, se desencadenó el infierno en Irak y Libia, y a las poblaciones de esas áreas no se les han dejado otra salida que el éxodo para huir de la muerte y del hambre. Por tanto, estos refugiados que se agolpan en las fronteras europeas son el producto de las guerras que Occidente alienta en aquella parte del mundo, por lo que la responsabilidad de los gobiernos europeos hacia ellos va más allá incluso de lo que la legislación internacional establece en relación al derecho de asilo, que no puede ser nunca objeto de rebaja o regateo: todos aquellos que huyen de dictaduras y grupos terroristas han de ser acogidos sin limitación alguna. Sobre todo cuando los receptores son causantes de la situación que empuja a la demanda de asilo.

Pues bien, esto no parecen entenderlo gobiernos como el español (y no digamos los ultraderechistas que gobiernan en el Este europeo), cuyos miembros se descuelgan con declaraciones («con los refugiados entran los yihadistas», «aquí no cabemos todos», etc.) inaceptables. Bien es cierto que la relativamente flexible actitud alemana, fundamentada tanto en la solidaridad de su población como en la necesidad que tiene el país de mano de obra, ha corregido, por aquello de la jerarquía real que impera en la UE, las actitudes más insolidarias y xenófobas, como las que ha mantenido en los últimos meses el PP. No obstante, Europa sigue careciendo de una política al respecto ordenada y regida por el derecho internacional, de modo que mientras que España albergaría a unos 14.000 refugiados, un país como Líbano, mucho más pobre y despoblado que el nuestro, acoge a más de un millón.

La solución a este drama pasa, pues, por trabajar en una doble dirección. Primero, parando la guerra en Siria. Occidente debe dejar de armar a los terroristas del ISIS y forzar una negociación entre todas las partes en lucha, presionando igualmente sobre el gobierno sirio en busca de una solución consensuada. Con voluntad de los poderes reales de este mundo, la guerra duraría unos días. En segundo lugar, la UE ha de adoptar una política de asilo que se atempere a las disposiciones al respecto de las Naciones Unidas: toda persona que huya de situaciones de violencia y falta de respeto a los derechos humanos debe ser asilada. Ya es cuestión de un reparto adecuado a las posibilidades de cada país. Los controles fronterizos que se han intensificado agravan la crisis migratoria, y aun más la actitud inhumana e ilegal de Hungría, que levanta muros contra los refugiados y les lanza gases lacrimógenos, sin que este comportamiento delictivo le acarree sanción alguna por parte de la UE.

Definitivamente, esta Europa no encarna ya lo mejor de la civilización.