Imaginen a alguien que gasta enormes cantidades de dinero en juegos de azar con el propósito de proporcionar una buena vida a su familia, y cuando después de mucho perder logra ganar una fortuna se encuentra con que su pareja lo ha abandonado harta de sus insensateces y los acreedores le han vuelto a dejar en la ruina. Ha sido víctima de una de esas paradojas indeseables en la que el ansiado éxito conduce a una situación aún peor que la de partida.

Cataluña y España se encaminan irremediablemente hacia una de esas situaciones, pues con todas las vías de diálogo colapsadas y una relación de franca confrontación, el más que probable éxito electoral del frente nacionalista catalán obligará a sus promotores a la declaración unilateral de independencia, asumiendo de ese modo unas consecuencias impredecibles.

Ya no caben más dilaciones ni malabarismos retóricos; el camino está trazado y lleva al desafío. Las leyes y la voluntad del Gobierno central impiden otra opción. Ni siquiera si se produjese un cambio de color político en el Estado a fin de año, y accediera al poder un gobierno más posibilista, sería posible una solución satisfactoria para ambas partes, pues la necesaria reforma de la Constitución para permitir iniciar el proceso secesionista exigiría un consenso que la derecha nunca estaría dispuesta a alcanzar, mientras posea una fuerza política suficiente en las instituciones.

Por otro lado, cualquier desviación de la ruta independentista traicionaría el ideario que sustancia el movimiento y frustraría las expectativas de la masa social que lo respalda, que ya se encuentra al límite del hartazgo tras tanta reivindicación inane. De ese modo, si termina pesando el pragmatismo, como ha sucedido en la Grecia de Tsipras, a los promotores de la independencia les sobreviene un arresto de prudencia, y deciden no arriesgar el bienestar de los catalanes en una aventura de incierto resultado, la única alternativa que les resta es la renuncia y su posterior desaparición del mapa político español, adaptando sus partidos al escenario legal vigente en el país. Y así se produciría la primera de esas paradojas indeseables, pues el éxito electoral del frente nacionalista puede conducir a su desaparición y al fortalecimiento de los vínculos entre Cataluña y España.

Ahora bien, si los nacionalistas decidieran jugar la baza de lo inesperado y cumplieran sus propósitos, nada garantiza que las autoridades de Madrid y Bruselas estén realmente preparadas para hacer frente a la nueva situación que se plantearía. La gran relevancia social y económica de Cataluña en el contexto europeo obligaría a las instituciones de la UE a abordar la crisis con mucha más cautela de la que se deduce de las invectivas pronunciadas por algunos de sus líderes, a demanda de Rajoy.

La cartesiana Europa ha demostrado poca agilidad de respuesta cuando la realidad desborda sus cálculos. Ya se sufrió con la crisis económica de 2008 y ahora se vuelve a repetir con la migratoria. La frecuente colisión de los intereses políticos y económicos de los diversos países de la UE ralentiza, cuando no impide, las reacciones ante situaciones críticas. Bruselas suele confiar demasiado en el cálculo analítico y en el poder persuasivo de sus burócratas, pero no siempre le ha de salir tan bien la jugada como en el caso de Grecia.

Y menos cuando lo que está en juego es la estabilidad de las inversiones. Ya está más que demostrado que el dinero y la política (por ese orden) marcan el ritmo decisorio en las instituciones europeas. Y en Cataluña, como en Grecia, el objetivo tácito es proteger las inversiones a toda costa. Tales intereses confluyentes en una región demasiado importante y dinámica, obligaría a los países de la UE a reformular sus cálculos para proteger a sus inversores, y no sería aventurado pensar que, tras un primer rechazo protocolario, se inclinaran por el mal menor de una Cataluña independiente pero convenientemente controlada. Incluso si con tal postura contrarían al Gobierno español y elevan el riesgo de activar procesos similares en otras regiones de Europa. El dinero es el dinero.

Tampoco Rajoy tendría mucho margen de maniobra ante un órdago semejante. Si se descarta la intervención militar, pues ningún presidente de gobierno en su sano juicio tomaría semejante decisión, las sanciones que podría imponer al comercio catalán no se prolongarían demasiado en el tiempo, sencillamente por que ello perjudicaría también a la economía española, dada la enorme cantidad de intereses económicos que mantienen las empresas de todo el país en Cataluña. Eso sin contar con el desgaste político que le acarrearía someter a los habitantes de esa región a una campaña de acoso demasiado agresiva, sobre todo cuando el PP está a las puertas de unas elecciones generales en las que puede perder el poder.

Todo ello conduciría a la derecha a otra de esas paradojas indeseables, según la cual disponiendo de todos los recursos para haber negociado una salida razonable a la crisis catalana, autorizando sin más el referéndum exigido por la Generalitat, ha preferido la confrontación como táctica política en busca de réditos electorales.

Claro que la independencia tampoco es sinónimo de estabilidad, pues de alcanzarse ese estadio estaría por ver si el nuevo Gobierno catalán es capaz de administrar el éxito. No sería raro prever un enfrentamiento entre los partidos que componen la actual coalición independentista, dadas las profundas diferencias ideológicas que los separan. Una mala gestión de la gobernabilidad podría abocar a una ruptura institucional y a la inevitable convocatoria de nuevas elecciones, en las que una derrota del frente nacionalista llevaría a la posible reversión de la situación al punto de partida y culminando así el proceso de independencia en un más que probable fiasco.

A fin de cuentas, este es uno de esos ejemplos de la necedad los políticos al entablar un estúpido combate de orgullos en el que da igual quien venza porque siempre terminan perdiendo los mismos: los ciudadanos. Y esa es la más indeseable de las paradojas.