Primer día de clase de mi hija mayor. Cambio importante: de la guardería al cole de los mayores. Contenta con su mochila, los amiguitos, algunos conocidos. Entramos todos los papis a tropel con los pequeños. Primer error. Calor infernal en la clase. Normal con tanto nerviosismo en tan poco espacio. Todo es felicidad hasta que los primeros papás comienzan a despedirse de sus retoños. Llantos. Mi pequeña viene corriendo a agarrarme de la mano, implorando entre llantos que me la lleve de allí. Me siento roca marina con una enorme lapa pegada. Quince kilos de ternura implorante entre los brazos con un bombo de más de siete meses no es fácil de cargar.

Tras media hora la profe se desocupa de otras lacrimógenas criaturas para, por fin, hacerse con mi llorona. Salgo de allí sin sentimiento de culpabilidad pero con algo de pesar. La escucho gritar desde fuera€ aunque bien podría ser otro de los niños que quedaron desolados ante el momentáneo abandono. Yo creo reconocer a la mía. Dicen que las madres jamás confundimos el yanto de nuestro bebé€ no creo ser tan infalible.

Menudo melodrama, pienso mientras camino hacia otros quehaceres. Han pasado un verano de playa, primos, aventuras en parques y zoos, abuelos consentidores.

Y de repente un día se acabó ese divertidísimo caos. Muchos padres se agobian ante la llegada de este día, en el que en lugar de festejar que sus hijos dan un paso más hacia la independencia lloran la pérdida de control sobre la personalidad ajena. ¿Y si tuvieran que enfrentarse a situaciones realmente desfavorables? ¿Cómo lo resolverían? Me invaden de golpe las escenas de los refugiados, entre los que los cámaras buscan las caras angustiadas de los niños, convertidos en la bandera de la lucha por conseguir una Humanidad mejor. Para esos niños la rutina de la guerra, a la que dudo que nadie pueda acostumbrarse, como he escuchado alguna vez alegar a quien nunca ha salido de su zona de confort, es ahora la rutina de la búsqueda. Y en ella, como en su país, siguen enfrentándose a grandes hostilidades.

Yo me inspiraría sin pudor en la obra de la escritora belga Amelie Nothomb y todos esos reality show de pacotilla para estrenar en Telecinco La isla de los refugiados, donde unos papis europeos de clase media-alta tendrían que sobrevivir con sus retoños de no más de seis años a bombardeos simulados, persecuciones policiales, encierros en campamentos con escasez de agua, comida e higiene. Recibirían un trato denigrante en todo momento, por supuesto.

En fin, ya saben a qué me refiero, ¿verdad? La prueba final sería el asalto a la valla. La familia que lograra traspasarla sin ninguna baja entre sus miembros ganaría las soñadas vacaciones en el Caribe. Seguro que la siguiente entrada al cole la vivirían de otra manera.