Llevamos mucho tiempo ganado para acoger a los refugiados. Tenemos gran experiencia en barracones públicos que hacen las veces de colegios. Cerca de diez años llevan los más pequeños de Guadalupe en aulas prefabricadas, sostenidas por cuatro ladrillos en cada esquina, con sus correspondientes goteras, sin baños y cerca de la caldera como mejor sinfonía. Ni siquiera tienen pizarras para apuntar sus deseos, aunque siempre habrá un hueco para clavar otra cruz sobre sus cabezas. De momento no está previsto que ni el presidente de la Comunidad de Murcia ni el consejero de Educación de turno inauguren algún año el curso escolar en uno de estos cubículos como signo de renovación. Antes al contrario, los nuevos tiempos, encarnados por los que mejor representan el antiguo régimen, son los que nacen tras el acoso y derribo de la educación pública. Se mantiene a cientos de niños murcianos en contenedores prefabricados mientras se aprueban conciertos con los colegios religiosos privados, que no les importa que su elitista dinero se mezcle con el que procede del común de los mortales. Euros de nuestros impuestos que se destinan a enriquecer capitales privados y generar vocaciones. En estos cobertizos, los nuevos vecinos sirios se encontrarán como en casa, en plena trinchera repleta de alambres de espinos para continuar su educación. Ríete tú de Finlandia si nuestros gobernantes dedicaran tantos esfuerzos a impulsar la educación de calidad como a apartar a la inmensa mayoría de los estudios superiores a través de la formación profesional u otras vías aún más inferiores. Hacinados, con ratios que simulan a los de las pateras, con la obligación de pasar por caja para financiar los libros, sin comedores que llevarse a la boca y con un profesorado que nada contracorriente en el proceloso mar de la educación, los niños intentan flotar entre, cada vez más, un montón de números y apenas letras. Están recogidos, más que cuidados y acogidos, prestos a hacer un sitio a sus hermanos del otro lado.