Pensando que hoy toca un encuentro con la gente de Aguas adelanto una gestión acercándome al centro y me cae encima una verdadera tromba.

Es la primera vez que el recordatorio salta de la agenda en carne viva. Vamos, 41 un litro por metro cuadrado para ser preciso que me chupé íntegros en la media horita que duró el zafarrancho de tormentas. No es mal modo de preparar la cita. Tanto a ésta como al resto de las que se presentan, cada día las temo más. Dirán ustedes: los reproches, ¿no? Tradicionalmente así ha sido.

Lo emocionante de pertenecer a cabeceras es que se suele enervar al destinatario tanto si se tiene un seguimiento contínuo del mismo como si no se le echa cuenta. Pero, desde hace un tiempo, entre los análisis, los proyectos y las controversias que suelen deslizarse alrededor de una mesa, ha surgido un método sibilino de acabar con uno que, lejos de la amenaza o la demanda, no es otro que la recomendación de series.

En estos momentos me encuentro simultaneando tres: The affair, Transparent y The brink. De ésta conseguí hacerme hace nada con los dos primeros capítulos, brutales ellos, después de una persecución desesperada por redes y canales desde que en junio la sugirieron en una de esas sobremesas como la que surgirá hoy y que es la razón por la que estoy temblando. No puedo más. Las malditas se han puesto de moda y es una epidemia. Te persiguen.

De hecho anoche La 1 estrenó Olmos y Robles, rodada en Ezcaray, que es donde pasé unos cuantos días este verano, por lo que teóricamente debería hacer incursiones para revivir los buenos momentos vacacionales. Ni se me ocurre. Pienso huir de ella. Es lo único que hace falta, echarle una visual y que me enganche estando como está fuera de la actual hoja de ruta.

Qué descansado resultaba cuando se limitaban a ponerlo a parir a uno.