na barca hinchable que había partido de una playa al suroeste de Turquía, Alihoca, cerca de Bodrum, naufragó cuando viajaba a la isla griega de Kos. Se ahogaron cuatro personas, una mujer y tres niños que no estaban bañándose ni jugando ni iban de turismo a la isla.

A uno de esos niños, Aylan, su madre le había puesto la ropa más nueva que tenía. Y los zapatos también nuevos. El niño, de unos tres años de edad, en tres o cuatro días llegaría a Alemania con sus padres y otras personas.

Decenas de miles de niños huyen de su país. Hasta ayer, cuando alguien alzado a hombros en la estación de Keleti, en Budapest, les preguntaba «¿Dónde vais?», mientras los demás contestaban a coro gritando con seguridad: «¡A Alemania!».

Alemania es ahora El Dorado, América en los años 20 y 30 o la Argentina en los 40. Cientos de miles de personas huyen de sus países. Son los pobres del mundo que tienen hambre y miedo. Vienen de la miseria humana y de las guerras criminales.

No voy a traer aquí la foto de aquel niño muerto en la playa. Ya él no tiene esperanza. Nadie tiene esperanza, sino la ilusión de ir más allá de los mares, de las tierras, de los muros y de las fronteras. No es hora de esperanza si se le da la espalda a la muerte.

Es hora de saber por quién doblan las campanas, de saber de Aylan y de todos los niños, del nombre de los miles de niños que nunca llegaron a una orilla de arena donde les esperaban otros niños para jugar en un lugar amable, lleno de paz y con comida caliente.

Vengo a escuchar aquellas lágrimas de piedra que pintó Picasso o a sentir el abrazo de una niña que va a la escuela de muy buena gana. Conmocionado, golpeado, si un niño se ahoga la humanidad se ahoga o no tiene vergüenza si no está varada en aquella playa turca, en el mismo lugar donde se hace el dolor, donde nace la injusticia, donde doblan las campanas. Un niño muere y Europa no mueve ni un sólo dedo por estos niños de la guerra; se calla. Y nosotros nos resistimos a ser esa Europa así, Así, no.

Un bebé nos mira y nosotros vemos detrás de él muros y vallas. Son los muros de lo que era la patria mía, y los de la Europa del euro. Todo lo que está vivo grita contra la muerte, contra la guerra, contra toda las guerras. Y es que una fotografía ha puesto la política al desnudo, la vida al desnudo. Europa, desnuda. Sin nada que ofrecer.

Si la tierra tiene fronteras, es la humanidad la que naufraga, la humanidad se estrella contra esa costa, contra esos muros, contra esas vallas, contra esas fronteras, contra esa Europa áfona.

La sacudida desgarradora de un niño ahogado es algo que nos debe hacer un daño irremediable, infinitamente dramático. Estamos perdidos. La sacudida ha sido definitivamente ignominiosa, terrible. Y yo no quiero ser de esa Europa sin alma.

Esos niños tienen nombre. Los asesinos tienen nombre también. Seremos justos mientras doblan las campanas, porque sabemos por quién y quién puso a la vista ese duelo terrible. Y lo escribimos para que se sepa, para que corra la paz, porque la paz es expansiva, como dijo mi amigo Txiki, como la música.

Y yo, casi perdido en el dolor, vengo a rezar con Francisco, ese papa bueno que hay ahora en Roma, cuando le están degollando a su paloma. Y vengo a escribir de la vida, y de los viajes en trenes hacia ninguna parte, cuando el sepelio está por hacer. Vengo a soñar por quien no pudo soñar más allá de aquella mañana fría y húmeda; y vengo a soñar en un colegio con una algarabía de niños que juegan en el patio de recreo. Y mientras doblan las campanas, vengo a llorar también.