Sucede a menudo que las proezas del deporte quedan infravaloradas con el paso del tiempo. Lo que supone una asombrosa hazaña acaba arrinconada cuando otro deportista, aún más audaz, supera la marca y establece un nuevo hito. Creíamos que nadie batiría los siete oros de Spitz en unos Juegos y un tiburón llamado Phelps irrumpió para derrocar su vetusto récord; pensábamos que el tenis nunca conocería tenistas como Borg y McEnroe, o después Sampras y Agassi, y surgieron Federer y Nadal; nunca imaginábamos que la Liga volvería a contemplar registros goleadores como en los años cincuenta y ahí están Messi y Cristiano, destrozando los topes históricos. Todo queda y todo pasa, que diría aquél y cantaría otro. Y tampoco pensamos que el atletismo engendraría un fenómeno como Usain Bolt. El jamaicano acaba de coronarse en los Mundiales de Pekín como el atleta con más medallas de oro de la historia, un colofón a una inmaculada trayectoria en la que apenas ha sentido la derrota, más propia de un tirano. Su gesta trasciende al deporte: aún ostenta el título de hombre más rápido del planeta. Toca la admiración... hasta que aparezca otra leyenda.