Los argumentos que se esgrimen contra una reforma federal de la Constitución española son fundamentalmente cuatro. Este artículo quiere demostrar que esos argumentos son espurios, falsos y políticamente improcedentes. Primero los identificaré brevemente, y luego pasaré a analizarlos con más detenimiento. El primero es que nadie sabe muy bien qué es el federalismo; el segundo, que el pueblo español ni lo reclama ni lo tiene entre sus opciones políticas prioritarias; el tercero, que no resolverá el problema catalán; y el cuarto, que aumentará las diferencias entre poblaciones y no contribuirá a la causa de la justicia, la equidad y la igualdad. Mi primer comentario general es que difícilmente se puede tener como opción prioritaria algo que no se conoce. Así que es preciso disminuir la fuerza de uno de los argumentos. Quien se escude en los dos a la vez, actúa con dudosa buena fe. Lo que se tiene que asumir es que hay una posibilidad de que el federalismo sea bueno y conveniente. Si es así, parece la obligación de una ciudadanía responsable generar una opinión fundada sobre esta opción política. A esa finalidad deseo que sirvan estas líneas.

Es verdad que el federalismo lo tiene todo en contra en España. En efecto, la tradición federal española nunca se repuso del fracaso de la Primera República. La consecuencia directa de ese fracaso fue la impresionante fuerza del movimiento anarquista en nuestro país. Por lo tanto, fue un fracaso de gravísimas consecuencias. Pero la verdad es que aquel federalismo albergaba dos direcciones que podían organizarse o chocar. Una claramente federal, y otra confederal y cantonal. Al final, las dos chocaron de forma trágica y destruyeron toda posibilidad de orden. No quiero hacer historia de aquel proceso. Sólo decir que ese trauma determinó la índole centralista de la Primera Restauración borbónica. Sin embargo, no acabó con el problema. En realidad, lo agravó. Al cabo de una generación, la respuesta fue el nacionalismo periférico moderno. Debemos decir con claridad que tanto el nacionalismo como el anarquismo fueron las consecuencias del fracaso del federalismo y del tabú teórico que representó desde entonces.

Pero que cubramos el federalismo bajo la niebla de los fracasos históricos y que por eso lo hayamos mirado más bien con desprecio, no quiere decir que no podamos identificar sus grandes líneas rojas. El federalismo es, por supuesto, un régimen muy flexible y siempre se apoya en las singularidades históricas de los pueblos a los que se aplica. Pero siempre presenta algunos elementos imprescindibles. Primero, el federalismo afirma siempre la unidad de pueblo, frente a los sistemas confederales, como la UE. Segundo, exige e impone de alguna forma la cooperación legislativa entre un parlamento general y los territorios, frente a los Estados unitarios; esto significa lisa y llanamente que el federalismo asume una idea de soberanía dividida: una parte la tiene el pueblo del Estado, la otra parte la tienen los territorios del Estado. Pero en la medida en que se trata de la soberanía dividida, se propone mediante diversos sistemas la cooperación legislativa de dos Cámaras, una popular y otra territorial, y en las competencias exclusivas de los territorios tal cooperación es obligada e imprescindible. Esta noción de soberanía dual impone de forma ineludible el tercer elemento necesario del federalismo: un listado de competencias exclusivas de los territorios y otro de las competencias del Gobierno unitario. Por lo general, suele haber una instancia última encargada de la «Competencia de competencias», que media en los casos en que un nuevo campo de actuación gubernativa resulte dudoso respecto al listado inicial y no se tenga clara su pertenencia a los territorios o al Gobierno federal. Esa instancia toma la forma de una Corte Judicial Suprema.

Todos los demás detalles del federalismo se dejan a la peculiaridad histórica de los pueblos y al orden concreto institucional del que se parte. Eso hace que unos federalismos sean simétricos y otros asimétricos. Pero en la medida en que se garantiza la unidad de pueblo, esas asimetrías no pueden anular la solidaridad entre los territorios ni disminuir la igualdad de derechos fundamentales de los ciudadanos, como luego veremos. Ahora podemos encarar el segundo argumento. Según se dice, los españoles no tienen el federalismo como una opción preferente. Sin embargo, hay otro detalle que conviene tener en cuenta. La mayoría de los españoles quiere mantener el Estado de las Autonomías «tal y como está». Mi tesis es que esta exigencia significa que la mayoría no quiere regresar al Estado unitario. Ahora bien, exigir el Estado de las Autonomías tal y como está es imposible. Pues en realidad nuestro Estado de las Autonomías se concluyó una vez ya aprobada la Constitución y ello implica que nuestra norma constitucional haya de adaptarse a su diseño final. En realidad es una normativa prácticamente doble. Esta es la razón fundamental por la que necesitamos una reforma constitucional.

En efecto, nuestra Constitución permite una práctica política casi confederal, que hace que las fuerzas nacionalistas hayan determinado el Gobierno central casi como si no existiera unidad de pueblo (cuando no se logra una mayoría absoluta en las Cortes). Pero también permite una práctica política unitaria, que hace que el Gobierno central actúe y legisle como si no existiera legalidad propia de los territorios autonómicos. Lo hemos visto con la Lomce. Esta indecisión constitucional nos lleva a una política de bandazos, según la cual el Gobierno central con mayoría absoluta pretende recuperar el terreno perdido por las cesiones a las minorías nacionalistas (cuando estas eran decisivas) mediante agresivas políticas anti-autonómicas, cuya pretensión final es reducir los Gobiernos autonómicos a delegados del Gobierno central y someterlos a su exclusiva potestad legislativa. En este caso, el Gobierno central se ve como único representante de la soberanía popular, como si los territorios autonómicos fueran meros gestores económicos de competencias delegadas. Pues bien, la única manera de escapar de estos bandazos y de mantener el Estado autonómico, consiste en darle coherencia a nuestro entramado institucional mediante el sistema federal. De otra manera, lo que tarde o temprano se impone es el Estado unitario, la aspiración fundamental del PP. Así pues, quien quiera las ventajas del Estado autonómico debe saber que solo es posible mantenerlo si se produce una decisión a favor del Estado federal.

Se dice hasta la saciedad que los catalanes no se conformarán con una reforma federal. Me pregunto si se conformarán más con el Estado unitario ineludible al que nos dirigimos si se imponen las políticas del PP. Ya no hay camino intermedio, porque en la indecisión en la que estamos no se puede continuar. Así que creo que el independentismo del sr. Sánchez, el presidente de la ANC, no se conformará con el Estado federal. Pero los centenares de miles de catalanes que han sido ofendidos por la política unitaria de los señores Aznar y Rajoy quizá sí. Con la reforma federal se acabará el miedo de millones de catalanes a ser reducidos a una región más de España, que es lo que hay detrás del independentismo. Desde luego se acabará la política de bandazos, se concederá a Cataluña (y a otros territorios, solos o en minorías cualificadas en el Senado) la posibilidad fáctica de veto en la legislación de sus competencias, se le podrá reconocer estructuras de Estado federado, se le dará visibilidad política de acuerdo a su nacionalidad, se cambiará la forma de organizar el presupuesto y se elegirá de otra forma el Tribunal Constitucional. También se cambiará la política de sedes oficiales, como es normal en los Estados federales. Claro que no bastará con esto para aplacar ese acérrimo odio a España del sr. Sánchez. Pero hacer de España un país moderno, institucionalmente coherente, homogéneo con la estructura de Alemania o de los Estados Unidos, es el mejor argumento para ganar el pulso a los independentistas ante la opinión pública europea y mundial.

Vayamos al cuarto argumento. Un sistema federal, incluso uno inevitablemente asimétrico dadas las circunstancias históricas peculiares de nuestros territorios, no tiene por qué implicar la quiebra de la solidaridad o una desigualdad respecto de los derechos fundamentales de los españoles. Pero en todo caso generará instancias cooperativas desde las que medir esa solidaridad y esa igualdad. Pues solidaridad no puede significar una transferencia de recursos que ponga en peligro el propio desarrollo del territorio donante. Tampoco puede significar un impuesto eterno sin exigencias activas respecto al receptor de la solidaridad. Pero es preciso llevar más allá el argumento. Es el Estado, en todas sus instancias, el último responsable de que sus territorios sean iguales en la atención a los derechos fundamentales. El Gobierno central no puede actuar como si unas regiones debiesen transferir recursos a otras, mientras él administra un presupuesto que quizá sea excesivo para sus competencias. Si la mitad de la población española está por debajo de la media europea en calidad de vida, quizá debamos pensar en un presupuesto adecuado para el Gobierno central, y no aspirar a manejar un presupuesto central propio de un Estado unitario. Yo no soy partidario de que los territorios tengan más tarta del pastel. Pero desde luego no habrá nunca un sistema federal equilibrado sin que las ciudades mejoren sus recursos. Pues parece que en las ciudades está el secreto de la igualdad de derechos fundamentales, como hemos visto en esta crisis.

Mi amigo Moi Barba sugería que Podemos no debía caer en la trampa del asunto del federalismo porque esta es la divisa del PSOE y eso significaría asumir la agenda de una opción rival. Considero que esto es equivocado. Las fuerzas que han ganado en Cádiz cuelgan el retrato de Fermín Salvochea en el despacho del Ayuntamiento. Ojalá se colgara en Barcelona y en Madrid el retrato de Pi y Margall. Nadie en las Mareas quiere un Estado unitario. Así que es urgente un frente lo más amplio posible de ciudadanos a favor de la reforma federal. Si alguien quiere construir un Estado que no sirva a los 35 valores del IBEX, un Estado que esté al servicio de los ciudadanos y no al de una oligarquía económica poderosa, si alguien quiere conseguir una democracia económica, entonces ha de saber que el único modo de conseguirlo es a través de una institucionalidad federal.