Leo la noticia de la paliza que ha recibido el parricida José Bretón en la cárcel de Villena. Un cambio en el régimen de internamiento lo llevó a esta prisión, donde ha sido recibido a mamporros. La realidad a veces no es nada distinta de las películas. No les voy a hacer una cita clásica, pues era un antiguo cliente, que también fue amigo, quien decía que no se podía estar en la cárcel y con miedo. Después de ser condenado a pena de prisión qué más se podía temer. No era precisamente un cliente de Derecho penal, pero sin duda estaba al tanto de lo que opinan algunos condenados reincidentes, para los cuales la reclusión ya no es un tiempo de reinserción, contradiciendo con ello el espíritu y la letra de nuestras leyes, sino un lugar que se frecuenta como consecuencia de cierta manera de vivir.

La pluralidad televisiva ha acabado con el tópico de que lo mejor para la siesta son los documentales de La 2. Hoy hay documentales en muchas cadenas y sobre abundantes y variadas faunas. ¡Qué lejos aquél tiempo de Félix Rodríguez de la Fuente! Jacques Cousteau con su selva marina era su único acreditado rival para los documentales en ‘prime time’ incluso en la primera cadena de la que fuera la mejor televisión de España, porque no había otra. Ahora hay canales especializados, algunos incluso tan pintorescos como el Reader’s Digest. Y así tenemos hasta reportajes de las prisiones de otros países, que se parecen poco a las de aquí ni a las americanas de trabajos forzados.

En cualquier caso, la prisión es un mundo cerrado, que se puede estudiar incluso antropológicamente. Tiene sus propias reglas, lo que explica que el Derecho nace en cualquier conjunto social de forma espontánea y casi diría natural, si no fuera porque no guardo demasiado buen recuerdo de una asignatura que ya en su propia denominación encerraba una concepción, una filosofía del Derecho ciertamente un poco antigua, aunque hoy transformada nada más y nada menos que en los Derechos Humanos.

En la cárcel hay códigos de conducta, hay normas imperativas y normas prohibitivas, hay incluso una lengua propia, que lingüísticamente se conoce como argot o jerga carcelaria. Pero las normas no son escritas, sino que prevalece la más antigua de las fuentes del derecho: la costumbre -o tempora, o mores! que dijeran los legionarios de los Astérix después de ser vapuleados por los irreductibles galos-. Algún novato o primerizo no ‘está al loro’ -por utilizar una expresión de esa jerga bien conocida; el loro es la radio y estar al loro es estar enterado-, bien por su propia bisoñez, y eso es lo que le ha pasado a José Bretón, quizá porque creyera que las normas que rigen entre los internos sean las del Derecho penitenciario.

En la cárcel, como en cualquier sociedad, también hay líderes. Los asesinos suelen ser bien respetados y algunos ladrones son incluso bien mirados. Como ven, hasta tienen criterios que se parecen a este tablao flamenco que ha terminado siendo España y en el que caben todos los palos. Por contra, los violadores y los parricidas se encuentran en el extremo inferior de esa escala de valores morales. Por eso son objeto de un nuevo enjuiciamiento y, en contra del principio ‘non bis in idem’, que impide sancionar dos veces los mismos hechos delictivos, esta vez será un juicio sumarísimo, sin garantías y sin la interdicción de la indefensión. Será condenado y castigado, sin posibilidad de apelación ni suspensión o sustitución de la condena.

Eso es ni más ni menos lo que le ha pasado a Bretón. Una vez explicado el caso, tal vez haya que preguntarse si se ha de tener miedo incluso dentro de la prisión -salvo la Pantoja, Farruquito y otros televisivos-. Cervantes conoció la cárcel en Sevilla, donde fue injustamente condenado, pues ya lo dijo Morgan Freeman a su amigo Tim Robbins en el magnífico filme Cadena perpetua: «Aquí todos somos inocentes, la cagó nuestro abogado» -otro tópico carcelario-. Y la de Sevilla era entonces patio de Monipodio, expresión que hace referencia a un príncipe de los ladrones, al que inmortalizó como personaje de su ‘Rinconete y Cortadillo’, y que hoy también alude a esta España que tenemos fuera de nuestras cárceles. Fue al salir cuando contempló el túmulo a Felipe II: «¡Voto a Dios, que me espanta esta grandeza / y que diera un doblón por describilla!». Pues permítanme cerrar con estrambote esta columna como aquél hiciera su soneto, con la frase del valentón:

«Y el que dijera lo contrario miente».Y luego incontinente,caló el chapeo, requirió la espada,miró al soslayo, fuese y no hubo nada.