Ha muerto Rafael Chirbes Magraner (1949), escritor que ya había alcanzado el siempre esquivo y penoso reconocimiento como autor de calidad y referencia. Fui informado de su muerte a los pocos minutos de suceder, ya que en sus últimos días lo acompañó Alejandro Nogales, político e intelectual extremeño que es un amigo común de los tiempos en que ambos hemos tenido que ver con Extremadura (Rafa retirado en Malpartida de Cáceres, viviendo su trabajo incesante y monacal; yo apoyando la lucha anti refinería en la Tierra de Barros pacense).

Pero quiero contribuir a destacar esta pérdida por un motivo que me resulta más directo y entrañable, viendo que los medios que la han reseñado apenas han caído en ello. Y es que Chirbes estudió, como yo, en el Colegio de Huérfanos de Ferroviarios (pues esta era su condición familiar), en los centros de Ávila y León, y aunque era dos cursos menor, nos conocimos y tratamos en el segundo de esos colegios, y recuerdo que ya se distinguía en la vida escolar como un redactor literario de vocación y calidad. No obstante, quiso estudiar Historia, lo que hizo en la Universidad de Salamanca con la ayuda de esa institución (que nos amparaba entre los 8 y los 18 años, respondiendo con generosidad a quienes mostraban interés en estudiar la carrera que desearan). A diferencia de la mayoría de los alumnos de Bachillerato, que continuábamos con la Formación Profesional aunque más tarde optáramos por una carrera, técnica u otra, él tuvo claro, desde el principio, que quería estudiar una carrera universitaria.

En realidad, yo retomé el contacto con Rafael Chirbes muchos años después de la etapa colegial, a través de amigos periodistas cuando él trabajaba para la revista Sobremesa, en la que durante años escribió sobre vinos y gastronomía ganándose la vida como cronista ilustrado; pero ya se abría paso, con buen tino, en su carrera propiamente literaria, que era el objetivo sustitutorio, lenitivo y finalmente erosivo en el que -como dicen los balances de su vida literaria- afrontó la batalla con sus fantasmas. Invitado a la reunión, bienal, de 1992 en Madrid, de los compañeros de mi curso, por el interés que ya despertaba entre nosotros y teniendo en cuenta que los profesores que iban a asistir eran también los suyos (incluyendo el de literatura), estuvo discreto y silente, y aunque pareció algo incómodo creo que de alguna forma vivió la emoción y la nostalgia que regalan estos reencuentros; pero recuerdo un claro distanciamiento, sí, porque esa etapa de la formación colegial ya la tenía rotunda y críticamente superada.

Su obra literaria se ha ido configurando sobre la decepción política en un principio y, a continuación, la social y cultural, viviendo en un país que tantas trampas y desconciertos ha acumulado desde que se abriera el breve ciclo de las emociones suscitadas por el fin del régimen dictatorial.

Su análisis de esta España imperturbable y rígida ha sido casi siempre crudo y resentido, y ya que arrancaba del periodo político de la transición, que él vivió de forma militante e ilusionada; acabó reflejando la realidad adocenada que se impondría y que le ganaría el pulso. En su escritura de frustración y desengaño entraba, claro, una rebeldía general que también se alzaba contra la educación conservadora recibida en nuestro colegio y el desapego inevitable de sus herencias (quizás exageradamente); lo que no impedía que en su obra despuntasen mil veces esas reminiscencias, incluso guiños que sus ex compañeros descifrábamos con facilidad.

Del activismo clausurado pasó a la creación imaginada, previa retirada de la trinchera, por un cálculo mucho más ceñido a su carácter que a una situación mortificante con la que se declaró, rotundamente, incompatible. Le ha producido más daño la lamentación política y la desolación metafísica derivada que la persistente soledad entre sus coetáneos; le ha ido peor la carga pesadísima de un pasado disuelto que la estupefacción del reinado de la estulticia consolidada, de la que los crímenes litoral-inmobiliarios sólo son una imagen inevitable. Cuando se publicó su Crematorio (2007) y en una de las invitaciones mías, que declinaría, intercambiamos impresiones sobre los escándalos urbanísticos de nuestro común Mediterráneo, de su tierra valenciana y de la mía, murciana: yo le aseguraba que, en proporción, estos pagos me resultaban más podridos que los suyos; pero esa obra y la serie televisiva que la siguió acertaron plenamente al adelantarse a la gran eclosión desvergonzada del caso valenciano, muñida en su mayor parte por un PP de indecencia desmesurada (cuyo castigo no es ni justo ni ejemplar).

Él sabía de mis aventuras ambientales en general, que aprobaba sin que le atrajeran. Con su rotundo apartamiento de la agitación no vivió la liberación íntima que proporciona la crítica ecologista, radical y ruidosa, como eficaz protectora frente a traiciones y canalladas. Su opción literaria resultaba de años de búsqueda interior y quizás por eso su mensaje escrito haya de resultar más preciso y universal.

La literatura lo ha perdido joven todavía y con mucho por escribir: ha dejado una deuda abierta, más para con los demás y su país (por más que este lo amargara) que consigo mismo y su tristeza, y ahí queda entre lamentos respetuosos de quienes lo han conocido y leído. Que además de capaz era un hombre bueno y apacible.

(Pero, sobre todo, te digo amigo Chirbes, que qué rabia que, con lo felices que fuimos en nuestro invernadero educativo, lo que nos esperaba acabara alejándose tanto de lo que vivimos y soñamos, y tuviera que terminar envolviéndonos en denodada e infatigable pelea contra esto y aquello, sin más logros y satisfacciones que los que nos proporcionara la íntima y siempre dramática gestión de nuestras desesperanzas.)