Marsella ha sido para mí, este verano, el sueño roto, como lo es, de una forma más dramática y sangrante, Europa para miles de inmigrantes en la que una esperanza ciega les arroja a la mar, a la muerte o a la indiferencia del viejo continente.

Tras una semana cargada de problemas familiares, con el agotamiento de un largo año de incertidumbres, nos dirigimos mi mujer Palmira y yo, en la tercera o cuarta ola de calor en nuestra Región de Murcia, al Sur de Francia, huyendo (no sé de qué) o buscando (tampoco lo sé) algo diferente.

Una nostalgia de mis bisabuelos cehegineros (Ciller-Moya-Piñero), emigrantes al país vecino muy al principio del siglo XX, nos llevó por un desierto de asfalto a Marsella, la ciudad que contemplaba en mi niñez a través de unas postales que nos llegaban de la familia, de aquel histórico puerto (mi refugio en estos días), o de su imponente Notre-Dame de la Garde, o de su Catedral, o del castizo barrio de Le Panier, del Castillo de If o de su Parque Natural de Calanque o simplemente del jabón que, desde la Edad Media, extiende el nombre de la ciudad por el mundo entero € Todo eso sigue ahí: adornado con muchos museos (como el MUCEM, Museo de las Civilizaciones de Europa y del Mediterráneo) o con la recuperación de vestigios de su larga historia, realizado con fondos de la Unión Europea, al convertirse en la Capital Europea de la Cultura en el 2013, «la Culture a trouvé sa capitale» o bajad a la capital decían con orgullo. Todo ello, con un objetivo final de paliar la imagen de degradación que venía proyectando y promover otra mucho más hermosa como es la integración cultural.

Con ese bagaje (palabra francesa que quiere decir equipaje), llegamos allí, para reencontrarme con mis fotografías infantiles, mi familia o, románticamente, con aquellos fieros y rebeldes sans culottes (campesinos, artesanos, sirvientes, tenderos) que en 1789 lucharon contra el Imperio Austriaco y dieron nombre al himno nacional de Francia -dicen-, un canto violento conocido mundialmente como La Marsellesa.

Pero€ ¡Nunca hubo en mí tanto desencanto, un sueño de tanto años, roto, destrozado en unos minutos, como el que se produjo al llegar a la segunda ciudad más importante de Francia! Y al mismo tiempo, ¡jamás había sentido tanto recuerdo y tanta añoranza por «esta tierra mía, esta tierra nuestra€ esta España viva, esta España muerta», que cantaba la desaparecida y casi olvidada Cecilia, a la que un trabajo de la carrera de Periodismo me permitió conocer.

Terrorífico fue el viaje. Aunque -todo hay que decirlo- podía haber sido peor de no haber realizado ´parada y fonda´ en el pequeño puerto de Colliure, a 26 kilómetros de la frontera de España, pueblo forjado con rocas del Pirineo, bañadas por el Mediterráneo y en el que se cobija para la historia los restos del gran poeta sevillano, Antonio Machado, lejos -escribió en el último momento- de «sus días azules y del sol de su infancia», muerto un mes después de su llegada huyendo de la derrota republicana de España, en el año 1939. Un adiós, madre, fue su despedida. Ella, su madre, tres días después, también murió.

Ni tampoco hubiera sido igual, de no haber conocido la ciudadela medieval de Carcassone, ruta entre el Mar Mediterráneo y el Atlántico, goteando historia y batallas a lo largo de su recinto amurallado y calles empedradas, suavizado todo, con la hermosa música de un Ave Maria de Schubert que traspasaba los milenarios muros de la Basílica de Saint Nazaire, en el interior también de la Cité.

Y€ en este viaje, por fin ¡Marsella!, la ciudad de mis recuerdos infantiles, aquella con la que yo me carteaba durante muchos años, en nombre de mi madre con aquel entrañable inicio de «Queridos tíos, espero que al recibo de ésta, os encontréis bien; nosotros bien, gracias a Dios€», apareció ante nosotros. La misma ciudad que se me derrumbó nada más entrar, por el distrito tres, en la tarde-noche, al barrio de Saint Charles, el que le da nombre a la estación ferroviaria de la Massalia griega.

Envejecida, pobre y destrozada fueron las primeras instantáneas que, como un estilete, penetraron en mi cerebro de la gran urbe. Un bar, en la esquina de una plaza, calle, jardín o lo que fuese, entre abandonada y levantada desde hace mucho tiempo, por unas obras interminables, con un Arco de Triunfo, de decoración, nos recibió en esa tórrida noche de más de 40º con una humedad insoportable.

Al día siguiente fue peor, porque el paisaje urbano que se abrió antes nosotros dio paso al humano. Desgarrador. Cientos de inmigrantes, la mayoría de origen magrebí, se extendían por todas partes. Silenciosos o silenciados, mayores o jóvenes, compartían su terrible soledad, el paro o la marginación, acompañados, con suerte, por un vaso de té verde recalentado. La tercera parte de la población de Marsella, más o menos, es de origen extranjero. Edificios y casas semiderruidos, en calles estrechas y empinadas, los acoge. En sus bajos, comercios cargados de calor y olor, intentando atraer a los pocos que transitábamos por allí. Y en una esquina, bajo los soportales de una multinacional, McDonald, junto al Conseil Regional de los Alpes, Costa Azul, La Provenza, los ojos apagados de una joven mujer, extremadamente delgada, con un bebé en brazos, pidiendo una limosna. Y allí saltó en pedazos mi vieja ilusión, porque junto a ella había otros y otros demandando una moneda o simplemente, una mirada. Lo que siguió a continuación, basuras por las calles de aquel barrio, coches rotos o abandonados, o los grandes almacenes o sus monumentos o barriadas, casi no merecía la pena. Como tampoco merecía le pena para mí todo lo que, en muchos años intentamos aprender y aplicar sobre integración con nuestros nuevos vecinos que se incorporaron a nuestra realidad española.

Reflexionando y escribiendo las rápidas impresiones de aquella ciudad, nos sigue llegando el bombardeo diario de informaciones, con protagonismo involuntario de los inmigrantes que desaparecen o mueren en el Mediterráneo, nuevas pateras que se asoman a nuestras costas o a las del litoral andaluz, la extraña muerte de un senegalés en Salou o los intentos desesperados de cientos de ellos de llegar a Inglaterra. Pero la egoísta e insensible Europa les tiene miedo; pánico de perder su privilegiada posición de bienestar y riqueza. Se siente amenazada por el color, la cultura o la religión de otros pueblos y por ello, se bloquea con sus injustas leyes para impedirles el acceso a lo que les corresponde por derecho y dignidad humana.

Être, nos enseñaban de pequeños se traduce al castellano, como ser o estar. Si tras esas imágenes de los que ´están´ en el ágora apagado de una plaza cualquiera, o en calles moribundas, percibiéramos lo que ´son´, lo que somos y desde nuestras diferencias -nuestra gran riqueza- supiéramos convivir, no tendríamos problemas. Porque, sencillamente, sólo habría que aplicar el bálsamo de la TOLERANCIA. Y Marsella, la Provenza de los mil rostros, como en algún momento se ha dicho de ella, puede ser un buen ejemplo de integración sin que nadie pierda su propia identidad étnica, religiosa o cultural, si sus dirigentes políticos son capaces de trabajar en ese ´puzzle de guetos´, o como decía el primer ministro francés, Manuel Valls, en el apartheid de la periferia de las grandes ciudades; persiguen, al mismo tiempo, las mafias que gobiernan sus barrios y mantienen al margen el radicalismo partidista, tipo Marine Le Pen.

En mis intervenciones o en mis artículos como en el de la revista Migraciones de la Universidad de Comillas, me he apoyado en el sociólogo francés Alain Touraine, en sus análisis sobre esa Europa, cansada, que necesitaba brazos y que le llegaron, sobre todo, en los años 80-90, mujeres y hombres, que resulta, ¡sorprendentemente! eran iguales que todos nosotros, con grandes ilusiones, pero, a la vez, con muchas necesidades y con graves carencias. Aunque tarde, lo descubrimos y se aplicaron, con más o menos éxito, políticas para su integración, asimilación o adaptación. Los inmigrantes siguen haciendo un gran papel. Sólo hay que mirar en las grandes superficies agrícolas o en nuestros invernaderos para comprobarlo o acudir a los servicios sociales y pedir las estadísticas de las mujeres que integran ´la nómina´ de la asistencia a nuestros mayores. Por todo eso y más, ahora, es el momento de devolver, en Francia, en España, en las egoístas Alemania e Inglaterra, lo mucho que los emigrantes nos dan, acogiéndolos, incorporarlos y desde la diversidad crear un mundo multicolor y multicultural.

Y buscar con urgencia alguna fórmula que ponga fin a la sangría humana de los que se quedan en el camino y evitar las miles de sombras que cada noche -que canta Chambao- nos trae la marea, cargados de ilusiones que, en la orilla se quedan, con papeles mojaos o papeles sin dueño.