En la noche de las lágrimas de San Lorenzo, presenciamos desde la cola de coches que rodeaba el pueblo cómo Mojácar apagaba sus luces y encendía antorchas. Muchos apagamos las luces para sentirnos parte de aquel espectáculo. Al día siguiente cenamos en lo más alto del pueblo, con unas preciosas vistas del atardecer. Mientras jugábamos a ´lo opuesto´ con los niños, nos comimos unas pizzas.

A la vuelta salimos en el Snorri, un pequeño velero que mima el abuelo Delgado y en el que los niños se sienten piratas de la banda de la alegría y conquistamos el Mar Menor, incluso con un moderado lebeche. Fue un baño único, porque las aguas turbias de nuestro mar nos entristecieron y asustaron un poco, aunque días después El Gurullo nos dijo que cuando vuelvan las medusas, el mar volverá a estar claro.

Carlicos nos juntó en su casa para una barbacoa con aires alburquerquianos, césped artificial, calor y hamburguesas a conciencia. Después de chiringuito y playa y piscina y toques de cabeza y unas palas y un partido en la arena que perdimos los del Murcia. Lo que fue un día de playa completo.

El caldero del Gurullo nos llevó a lo más alto del verano, en un encuentro clásico de agosto con Javi, Nai, Maria José y Antonio como anfitriones de la felicidad. Allí Marian Calero nos dio una clase de alegría y otra de fotografía de las que no se olvidan. Jugamos al fútbol en el cachito de césped junto a la playa y nos reímos compitiendo entre niños y mayores. El día terminó haciendo surf sobre las suaves olas del tercer día de Levante en el Mar Mayor y Frida Kahlo.

Nos juntamos cuatro para ir al concierto de Los Secretos y nos salió una noche de verano de aquellas noches de verano en las que no mirabas el reloj y le decíamos buenas noches, o buenos días a la Isla Grosa entre canciones melódicas y sueños imposibles.

Conquistamos el espigón de El Estacio, andando por enormes piedras un camino espigado, pero precioso. Algunas piedras eran lisas y grandes en las que podías pararte y otras escarpadas y flojas que se movían, y amenazaban con tirarte al suelo. Sin pensar, avanzabas creyendo que cada paso era el adecuado, y no siempre era así, como en la vida, les expliqué a los peques, que sólo querían llegar al final para ver los barcos más cerca.

Aurori encontró una vieja petanca en el altillo del armario, y pasamos la tarde jugando una partida tras otra, y me acordé de aquellas petancas furtivas de bolas personalizadas de paseantes de perros en los parques de Nueva York. Disfrutamos quitándonos la bola más cercana, y ganaron ellos, claro. Como siempre. Después, baño largo, al atardecer, de esos en los que se nota el fresco cuando cae el sol, cada día un rato antes, y te descubres haciendo planes para el nuevo curso.

Y pasa un verano más, con sus momentos mágicos, esos momentos que serán los que guardemos para siempre. Ahí están, aunque algunas veces no lo parezca. Ahí estamos, y seguiremos estando, los soldadicos del ejército de la alegría, dispuestos a enarbolar la bandera de bucear con los ojos abiertos, las partidas de petanca y las canciones melódicas dedicadas a las islas. ¿Ha sido un buen verano? Vale.