Era Quevedo quien se quejaba de esta España que malgasta un caballo en una caña refiriéndose a una suerte de justa en la que solía morir el caballo, que iba desguarnecido. No mataré un caballo, pero sí romperé una lanza en defender a un acusado, pues es lo propio de mi oficio. Y si una persona sin recursos tiene derecho a un abogado, también Rodrigo Rato lo tiene a un juicio justo. Entiéndaseme, pues no es este el foro en el que haya de hacer el alegato de su defensa. Para eso tiene a sus letrados, seguro que mejor pagados. No haré de abogado de oficio, pero me permitirán un apunte.

Son varias las causas que Rato tiene abiertas y es probable que en alguna de ellas le resulte caro el favor que hiciera a alguno de sus amigos. En Cajamadrid entró reclamado por sus conmilitones, renunciando a otros sustanciosos consejos de dirección, para llevar a cabo la operación Bankia y su salida a Bolsa, casi ordenada desde Moncloa. Me dirán que todo eso no excusa para hacer uso de las tarjetas black, y sin negar que sin culpa no hay pecado, les diré que tampoco hay delito sin responsabilidad. Y si lo hubiera, que el reo merece la atenuante de arrepentimiento. Hasta donde sé, Rato ha devuelto lo que gastara con las tarjetas opacas. Me dirán que es rico de cuna, pero eso no es delito y, por contra, su acción le reportará la atenuante por tratar de paliar los efectos del delito, cosa que otros prebostes ni han intentado cuando la Justicia les reclama por alguna tropelía. Los casos por administración desleal y multitud de fraudes en algunas cajas de ahorros dan buena muestra de ello. Pero ya ven hasta ahora los resultados.

Cicerón apelaba a veces a la condición personal de su cliente. Habrá que decir entonces que a Rato se le acusa en un juicio político y que tanto empeño y virulencia ponen sus contrarios como quienes fueron compañeros de bancada y de Gobierno. ¿Qué me dicen de la acusación por fraude fiscal? De tanto delito que se le imputaba, todo ha quedado en uno, fundado precisamente en los hechos que han evitado su responsabilidad tributaria, después de que él mismo se acogiera a la amnistía fiscal anunciada a bombo y platillo por su segundo en época de Aznar. Y ahora dice Montoro que se perdonaba la deuda tributaria, pero no el delito fiscal. ¿Ustedes lo entienden? Porque yo hasta ahora lo suponía inteligente, no exento de malicia, pero ésta es propia de su papel de gran recaudador. ¿Será que su antipatía por quien fuera su superior en época más gloriosa para la economía y la Hacienda del país le lleva a tratarlo como si fuera uno más del mundo de la cultura? Que pague, que pague.

Como ministro de Economía, cierto que le tocó vivir una época de expansión, pero la aprovechó para sanear las finanzas del país y no escatimó méritos a su predecesor por más que fuera de otra ideología, aunque lo hiciera por cortesía, la que luego el mismo Solbes tuvo con él, pero que Montoro no recreó con su anterior. Y como ministro de Hacienda, qué quieren que les diga, si durante su mandato se dictó una ley de derechos y garantías del contribuyente que no tiene parangón en nuestra democracia, que dotó al administrado de un escudo ante la inflexibilidad de la administración tributaria.

Creanme que no es cuestión de que los ricos pagaran menos impuestos, sino de no caer en indefensión frente a quien interpreta normas excesivamente técnicas de la manera que más le conviene a la recaudación. Quien haya sufrido alguna complementaria no necesita más explicaciones. Era ésta una ley sin duda liberal, pues ponía los derechos individuales de los administrados como límite al poder cada vez mayor del Leviatán del Estado. Tal vez la ideología que le imprimió un carácter dialogante y eficaz cuando era portavoz de la oposición y que contribuyó a presentar a un Aznar cercano al centro político fue una clave esencial para conseguir su mayoría. Fue el dedazo de Aznar el que le condenó a un ostracismo ciertamente bien recompensado, en la dirección del FMI. Como aquel Milón a quien Cicerón no libró del exilio y que no sin cierta ironía, cuando éste le remitió por escrito su discurso, contestó que si de verdad lo hubiera pronunciado, no habría podido disfrutar de los sabrosos salmonetes de Marsella.

Pues también en el FMI hemos de reconocer su discreción, ya que ni anduvo en líos de faldas como Strauss-Kahn ni hizo gala del proverbial cinismo de Christine Lagarde, que dice ahora que si no se rebajan los salarios de los trabajadores por cuenta ajena, no será viable el sistema de pensiones, después de haberse subido el suyo nada más ocupar el sillón desde el que habla; y decir que Grecia no podrá pagar el rescate, mientras le pone la soga del ahorcado a Tsipras. Antes al contrario, durante su mandato creció el poder de los países generalmente deudores, incrementando su peso en la asamblea.

Volvió pronto a España, pues dimitió sin más motivos que los absolutamente personales. No se propugnó contra el sucesor digital de Aznar, por más que lo pretendiera cierta facción de su partido. Y aceptó la presidencia de una caja de ahorros envenenada, para reconvertirla en banco y sacarla a Bolsa con toda la alharaca de ser la nao capitana. Y sin derrota fue la nave, no por Rato, su almirante, sino por las causas que de sobra ya sabían en el Banco de España y en el Ministerio más empeñado en su nombramiento. «Timeo danaos et dona ferentes», dijo Eneas desde las murallas de Troya cuando contemplaba el caballo de la trampa urdida por Ulises. Sí, temo a los griegos hasta cuando hacen regalos.

Dejen que use su derecho a la defensa. Y si se entrevista con el ministro, piensen que fue el de Interior, no el de Justicia ni el de Hacienda. Y que entró por la puerta principal, que no se vieron a escondidas en un restaurante ni se hicieron llamadas advirtiendo de la redada Guardia Civil en el bar Faisán. Suena feo y no les voy a repetir la frase de la mujer de César. Pero pienso que a Rato lo van a absolver de algún delito y seguro que no será por la entrevista, sino porque no siempre el crimen está en la cicuta, sino en la mano que sirve el ve