A estas alturas de la película, con el género humano ya metido hasta las caderas en las turbias (y cálidas) aguas del siglo XXI, cada vez se hace más evidente que hay una serie de instituciones, que venimos arrastrando desde el XIX, que más que ayudarnos a flotar y orientarnos nos lastran, nos entorpecen y nos marean. Una de ellas es, obviamente, el Estado-Nación, ese extraño mecanismo legislativo apoyado en una novelilla romántica con que organizamos -todavía- el mundo.

¿No es extraño dividir el mundo entre los habitantes (o los ´nacidos en´) de uno de los lados de una línea roja arbitraria y los demás? ¿En un mundo como éste que habitamos, donde la comunicación es constante y las líneas de control político de las poblaciones no pertenecen ya a los países, sino a organizaciones supranacionales? ¿Donde el espacio entre lo local y lo global se va debilitando y quedándose vacío? El nacionalismo, como herramienta de manipulación de poblaciones, se ve obligado a recurrir cada vez más a resortes nuevos y extemporáneos, como el espantajo xenófobo de «la invasión», o extrañas teorías de «reparación económica», o un recurso a la «defensa de la unidad» que en un mundo que ya ha perdido las fronteras macropolíticas o económicas suena a camelo desde el minuto uno.

Nuestra relación con la tierra natal se va despojando de trapitos de colores y chauvinismo, y al mismo tiempo de complejo de inferioridad y leyendas negras. No nos vemos forzados a la defensa integrista de sus señas de identidad, ni nos es necesario colocarla por encima de las demás para explicarnos el mundo, pero hemos bebido de sus fuentes culturales y su sociedad nos ha hecho quienes somos. Podemos criticarla sin traicionarla, podemos disfrutar y enriquecernos con la de al lado sin tener que renegar de ella. Nuestra relación con ella ya no sigue las reglas estrictas de un matrimonio decimonónico. Igual por eso, porque ya no nos atan las viejas servidumbres, la queremos más.

Hay otra institución del XIX que está cambiando: la de los partidos políticos. Y en el mismo sentido. Si no me creéis, fijaos en la propuesta de Ahora en Común. Y me contáis.