La vida tiene un algo de inesperado, por mucho que queramos calcularla, y entiendo que es ahí donde reside su gran virtud, incluso su verdad. Aunque las apuestas sean escasas, de vez en cuando nos regala unos instantes que pueden justificar años de espera o de esperanza respecto de situaciones que seguramente ni siquiera concebimos. El porvenir es generoso si lo afrontamos con optimismo. Hablamos de suerte, de destino, de ocasiones más o menos logradas, de oportunidades que aprovechamos o no, de momentos, efímeros, cortos, irrepetibles, inefables, contados desde el corazón, que es como se recuerdan y supongo que por ello valen tanto la pena. Nuestro entorno alberga fe en lo humano, en que podemos experimentar la jovialidad, por esquiva que ésta quiera ser. Uno de mis maestros suele decir que estamos predispuestos para esos instantes a los que me refiero a lo largo y ancho de toda nuestra vida, y añade que, por supuesto, surgen cuando deben. Lo importante es que no nos impacientemos y que estemos listos para esas opciones de dicha, de aprendizaje, que todos podemos ir teniendo en el itinerario cotidiano.

Para ser eternos con certeza hemos de ser felices. Aunque parezca una contradicción, para lograr la alegría se ha de trabajar con vehemencia, nos hemos de esforzar, de mover, pero no hemos de perseguirla con la locura que nos distancia de la misma. Lo que se vigila se aparta. El trecho suficiente, justo, respecto de lo anhelado es casi una garantía de éxito, que, por cierto, para consolidarlo, siempre es bueno que sea anónimo y sencillo, ponderado, fundamentalmente, desde los más cercanos. Es un hecho que a menudo no percibimos los colores y los aromas de la vida, lo cual quiere decir que no la advertimos como deberíamos. Los matices se contemplan desde una serenidad poco compleja, desde la utilidad de aquello que brilla porque, entre otras cosas, no desaprovechamos lo que nos proporciona.

El corazón debe estar a la escucha para que topemos con lo que nos va otorgando la existencia. La condición de estar vivos, de tener fichas para elegir, de contar con gentes que nos quieren, de poder trabajar en lo que nos gusta, es un milagro. Por eso es tan importante que reflexionemos con sosiego, con el fin de valorar lo que tenemos y para que nos inmiscuyamos por aquellos que no albergan una despensa tan nutriente como la nuestra. Los encuentros que nos llevan a constatar esta circunstancia son también extraordinariamente ricos. Hemos de configurarlos, pues, en una operación de rescate y de permanencia para que su aparición y beneficio compartido en el tiempo sean ese tesoro que nos justifica en la dimensión terrenal ¿Qué vale una mirada de amor, una palabra amiga, un apoyo sin frustraciones, una contribución en lo esencial, una suma que nos separe del hastío, del cansancio y de la pena?

Vale todo, si viene cuando más lo/la necesitamos. Nos salvan, esos momentos, de las garras de la melancolía, de la apatía, del fracaso, y, gracias a esa urgente, rápida y eficaz salubridad, aparece lo demás. Si nos hubiéramos quedado en el camino, si hubiéramos tomado otros derroteros, nada habría sido igual. Es bueno, yo diría que necesario, que lo reconozcamos. El discurrir humano está constituido por diversos avatares y eventos, por vivencias, por visiones espirituales y físicas, por improntas y tiempos que exploran en nuestras almas y nos fecundan con segundos, minutos, horas€ irrepetibles. Con entusiasmo, como afirmaba el poeta Emerson, todo es posible. Las eras que multiplican encuentros solidarios, preñados de atenciones, de admiración, de docencia y de amor, denotan que estamos salvados. Por eso son tan importantes, y por eso, asimismo,