Sostengo que ni ecologistas, es decir, defensores de unas relaciones equilibradas entre las sociedades humanas y la naturaleza como clave de supervivencia, ni socialistas, entendiendo por tales, gente de izquierdas convencidas de la prioridad que en política imponen la equidad, la solidaridad y la justicia social, pueden ser nacionalistas. De ahí que me produzca escándalo contemplar a Raúl Romeva, antiguo militante de ICV y ahora identificado como ecosocialista, encabezar la lista unitaria que pujará por una mayoría independentista en las elecciones del 27 de septiembre. Creo que la doble condición del ecosocialista -término relativamente reciente que ha entrado pronto en degradación ya que, en lugar de aunar exigencias, parece utilizarse más bien para diluir entidades ideológicas- impone un doble alejamiento del nacionalismo.

El espectáculo de cierta izquierda (variopinta) en prieta formación junto a la burguesía catalana más corrupta y perniciosa, quizás, del último siglo, desarma el entendimiento y abona el disparate. Esa izquierda demuestra haber abandonado -sus representantes sabrán si temporal o definitivamente- las prioridades y deberes de su papel en la sociedad, y vende su alma al diablo ya que el valor independencia, tan manipulado y relativo, no puede ser sustancial, y menos superponerse a las exigencias irrenunciables -tanto si son sociales como si son ambientales- de una realidad declinante que necesita valedores y defensores con ideas claras y objetivos innegociables. Esa visión del Romeva, figurón encabezando una melé trajinada por los farsantes de Convergencia (más los ahora desertores de Unió, siempre oportunistas e igualmente responsables del feo momento a que se ha llegado en Cataluña) podrá parecer a muchos intimidatoria pero a mí me resulta ridícula.

Cuando se ha suscitado este tema, en concreto el de la incompatibilidad entre ecologismo y nacionalismo, generalmente por mi causa y creando siempre (en medios afectados por el nacionalismo) revuelo y discusión, he tenido que aclarar que lo que yo propongo es discernir claramente qué es sustantivo y qué es adjetivo: un nacionalista ecologista es fácil de entender, ya que la prioridad y la esencia corresponden a lo nacionalista; pero al revés, un ecologista nacionalista me resulta increíble por lo difícil de aceptar.

Se trata, en definitiva, de cómo se sienta y se exprese cada uno a través de esos sentimientos y, más todavía, de cómo se materializan en la lucha ecologista, que es universalista por sobre cualquier otro rasgo y condición; mientras que todo nacionalismo es exclusivista y rinde culto a particularismos que, siendo legítimos, quedan lejos del ideal de la diversidad en culturas, costumbres y vidas en común.

Hace unas semanas, en mi último viaje a Barcelona surgió, claro, este asunto en las conversaciones con mis amigos ecologistas (cuya amistad, en algunos casos, data de 1974 y de las batallas nucleares de Ascó y L´Ametlla) y optamos por no entrar en discusión y hablar de lo que nos une (que es muchísimo e importante) y no de lo que nos separa (que podía enemistarnos, lo que a estas alturas sería inaceptable), y vimos que, aun con carácter de tregua prudente, lo que hacíamos barruntaba la posibilidad real de un diálogo abierto, leal y generoso, sin miedo a las consecuencias, fuesen las que fuesen.

Quienes procedemos de tierras y culturas no exclusivistas ni irredentistas apelamos a razones que política y éticamente presentan una superioridad neta, pero reconozco que no es fácil, ni enteramente justificable, llevar hasta el final los argumentos que despojan a los nacionalismos de todo sentido, dada la especial naturaleza del objeto polémico. En cualquier caso, mi experiencia extendida a todo el país en gran número de problemas ambientales, sobre todo los nucleares, no incluye el encuentro con ecologistas de sentimiento nacionalista en causas o batallas fuera de sus territorios respectivos (salvo en casos puntuales y no siempre desprovistos de ´razón atávica´, como ha sucedido y sucede con los problemas nucleares del Ebro, que concitan la solidaridad de gentes de seis regiones, incluyendo País Vasco y Cataluña). Así que yo constato que esos particularismos se ejercitan, al menos en asuntos ambientales, en detrimento de causas que, por su propia naturaleza, afectan al país entero (y al planeta, en realidad).

Creo, finalmente y como muchos otros, que el problema catalán persiste porque, al menos desde el siglo XVII, ningún gobierno de España ha tenido el valor o el sentido de responsabilidad de acometer su solución, que sigue pendiente y que debe resolverse desde la discusión -que debiera ser sin condiciones, pero ni tumultuosa ni ventajista ni venenosa- de un amplio conjunto de aspectos y derechos, empezando por los de carácter histórico-cultural que, aunque insuficientes, son prioritarios e inocultables. Como tantos otros, anteriores, el Gobierno de Rajoy se apalanca en razones esencialmente constitucionales que la historia no confirma como obstáculos, y se dispone a reaccionar «con la ley en la mano», como si eso alguna vez hubiera resuelto este tipo de problemas. Conociendo la actitud de este Gobierno en los últimos meses parece evidente que, con su dureza anunciada, los dirigentes del PP esperan hacer méritos de cara a las elecciones generales: una estrategia falsa y falsificada, negativa y necia.

(Consultada al efecto mi prima Montse, hija de payés pobre y de emigrante murciana aún más pobre, que viene sufriendo las angustias del paro persistente y los recortes sociales de la gente de Mas, se me inflama de indignación y asegura que «esos de la independencia» no cuentan con su voto; resumiéndome así, desde su realidad vital y dramática, una lección de política cruda y rotunda.)