Y no por dudar de mi postura, oye -tan respetable, espero, como cualquier otra-, sino por el vuelco que ha pegado la (imagen de la) Iglesia como institución desde la llegada del papa Francisco. Ayer, otra de las suyas: «los divorciados no están excomulgados». O la de «¿quién soy yo para juzgarlos?», en referencia a la comunidad homosexual. Bergoglio está empeñado en abrir de par en par las puertas de su parroquia, sin trabas ni porteros que te miren con mala cara por llevar zapatillas con los cordones blancos. Este papa me recuerda al cura de mi barrio cuando me preparaba para tomar la comunión. Don Pío era cercano, humilde, terrenal. Con nueve años puedo decir que apenas entendía aquello, ni tenía una concepción formada sobre la existencia de Dios, pero aquel hombre me resultaba simpático y, hoy pienso, muy lejano de esa concepción retrógrada que algunos párrocos (y la institución) pueden arrastrar. Y con la que le está cayendo a la Iglesia, un tipo así, como don Pío o Bergoglio, es lo mejor que le puede pasar a la institución; o, al menos, para su convivencia con los de mi calaña. Que dure.