Julio ha sido horroroso. Un calor no conocido desde hace muchísimos años nos ha tenido escondidos justo hasta el día 15, en que llegamos a La Azohía y aparecieron las noches algo más soportables. Fuimos con Candela que, con dos años y medio, ya sabe nadar, a encontrarnos con Martina, de un año, a tomarnos los boquerones al limón de su padre, Jose el de Aloha.

Candela vio a su amigo Alejandro, hijo de Sergio y Rebeca, y nieto de Gabriel (La Memoria) Batán y Encarna Ros. Los Ros son posiblemente una de las familias más antiguas de La Azohía. El padre de Encarna era el sargento del cuartelillo de la Guardia Civil. Recuerdo cuando Encarna y Gabriel, aún novios, se besaban en una vieja barca de madera mientras un submarino en maniobras emergió en los mares de la Azohía, cuan metáfora de la erección juvenil de mi amigo. Hubieron de remar hacia la orilla creyéndose en los albores del fin de la guerra fría. El sargento nunca supo de esa experiencia geopolítica. Como nunca supo que de su máquina de escribir surgieron los versos más subversivos y rojos que el que suscribe ha pensado en su vida. Encarna está malita pero parece que vienen ya para La Azohía. Aquí se pondrá bien. La Azohía es un lugar insólito. Una enorme bahía desde el cabo hasta San Ginés que se asienta en unas aguas tranquilas, dulcificadas con un clima suave. Suaves, al menos hasta este julio.

Hemos saludado a Alonso, y a Laly, su hija. También a León, a los hermanos Diego y Salvadora. A Balbina y su marido, Frasquito, el pescador de la zona. Si el mar lo permite, nos comeremos un denton en Las Antípodas y, siempre, un magnífico bacalao con tomate con nuestro amigo Alonso.

Puede que en Galicia haga más fresco. Y puede que allí los veranos sean más llevaderos. Pero hay algo en esta tierra, en esta sequedad, en esta aridez, que apuntala los pilares básicos de mi existencia. El sol, la tierra, la mirada inocente de mi nieta y los días cálidos y húmedos que durante toda una vida han estado conmigo. Aún me queda una semana para disfrutar de estas aguas, a las que siempre vuelvo. Mirando al mar, al que mis ojos llegan desde la punta de La Azohía a Cabo Cope. A aquel arco mediterráneo por el que tanto luchamos en los 70 y que ahora me reúne con los míos.

Mi hermano Pepe se paseará por Calabardina con sus nietos y yo me iré al cine en Cartagena a ver Rey Gitano. Buenos actores, buen director pero ¡vaya un bodrio!. Lo mejor: el aire acondicionado. Y mañana volveré, con Gabriel, mi amigo, a los boquerones al limón, al bacalao con tomate y a las pequeñas cosas que nos hacen menos viejos y más felices. Y Encarna volverá como nueva a su casa de la calle Vinadel. Eso es seguro.