El pasado lunes asistí al homenaje que el Colegio de Abogados de Murcia rindió a treinta letrados por sus veinte años de ejercicio en el turno de oficio, y a pesar de la obligada satisfacción que expresaron todos aquellos que tomaron la palabra, era inevitable no percibir la sombra del desencanto culebreando entre sus discursos. Unos días antes, el presidente del Tribunal Superior de Justicia de la Región de Murcia había denunciado por enésima vez las enormes carencias que arrastra el servicio judicial desde tiempos que se antojan remotos. Unas palabras que el decano de los abogados hizo suyas, sumándose así al coro que viene llamando la atención sobre la intolerable situación de la Justicia en España.

Un país civilizado como se supone que lo es España no se puede permitir el lujo de carecer de una administración de Justicia bajo permanente sospecha, ya sea de ineficiencia o de parcialidad. Por mucho que la sociedad se haya acostumbrado a soportar los larguísimos procedimientos judiciales, así como las decisiones que a muchos les pueden parecer insólitas ante el cúmulo de evidencias que los medios de comunicación divulgan en algunos casos, no es de recibo que ello contribuya a deteriorar la imagen de un poder del Estado que habría de adquirir un papel aún más fundamental del que posee, sobre todo ante la acelerada decadencia del Ejecutivo y el Legislativo.

Aunque habitualmente se tiende a relativizar la valoración social de las instituciones del Estado, recogida en los sondeos periódicos que realiza el CIS, sobre la firme convicción de la solidez de la legalidad constitucional, no deja de ser llamativo e inquietante que sean la Corona, el Ejército y las Fuerzas del Orden Público (Policía y Guardia Civil) las que infundan más confianza a la ciudadanía. El significado no puede ser más revelador: cuando una sociedad se siente vulnerable tiende a buscar la protección de aquellas fuerzas que gozan de una autoridad inherente a su naturaleza. Y desafortunadamente la Justicia no se encuentra entre ellas en la actualidad, cuando precisamente debería ser la principal garante de los derechos y libertades de un pueblo.

El origen de esa desafección se encuentra en la percepción social de la labor de la administración de justicia. La opinión pública tiene la impresión de que la realidad avanza en sentidos opuestos: uno marcado por las evidencias divulgadas por los medios de comunicación, y el otro por las decisiones judiciales. Aunque muchos se empeñen en afirmar que todos somos iguales ante la justicia, no es raro observar el desconcierto que causan en la sociedad determinadas actitudes adoptadas por los administradores de justicia en función de las características de quien se ha de enfrentar a ellos. Sobre todo cuando es de dominio público el pernicioso influjo de la política y sus aledaños sobre esta institución.

Quizás sea necesario un mayor esfuerzo pedagógico para instruir a la sociedad en las especiales características de la Justicia, a fin de dilucidar las distorsiones de esa realidad. Pero no es menos necesario para ello imponer una separación efectiva de los poderes, desvinculando el gobierno de los jueces de los intereses políticos de turno. Solo transmitiendo una imagen de independencia real se puede lograr que aumente la confianza social en la labor de los jueces y fiscales.

Asimismo, es imprescindible garantizar el acceso universal a la Justicia. Al tratarse de un derecho básico e inalienable, no es aceptable que se establezcan cortapisas para disfrutarlo. Y eso sólo se puede conseguir dotándola de más y mejores recursos, liberando a jueces y fiscales del yugo político y, sobre todo, reforzando la justicia gratuita de forma que cualquier ciudadano se sienta protegido.

Precisamente es esa justicia gratuita uno de los pilares esenciales de la institución. El ciudadano no se puede sentir jamás desamparado, pero tampoco quien pone a su servicio sus conocimientos y su esfuerzo por defender sus intereses. Son miles los abogados que en toda España se empeñan en mantener abiertas las puertas de la Justicia a todo aquel que lo necesita. Y a cambio no han recibido más que el desprecio de las instituciones políticas, empeñadas en mantenerlos en una injusta marginalidad y alimentando la mezquina idea de que sólo los abogados mediocres o los novatos se dedican al turno de oficio. No de otra forma es posible entender el maltrato al que son sometidos esos profesionales, con unos honorarios miserables y trabajando en unas condiciones casi tercermundistas, cuando en realidad ejercen una labor fundamental para que la Justicia tenga el sentido que se le otorga en la Constitución, que sea un derecho universal.

Observando el homenaje a esos abogados que han dedicado veinte años de su vida a atender a los más necesitados, y escuchando las palabras que allí se pronunciaron me asaltó una idea estremecedora. Pues si al tradicional desprecio de los políticos por el turno de oficio se les suma los intentos por acotar el acceso a la Justicia, bien incrementando las tasas judiciales o privatizando servicios en beneficio de actores que hasta ahora permanecían ajenos al ámbito del Derecho, como los notarios o los registradores mercantiles, la impresión que tengo es que lo que se ha llevado a cabo hasta ahora ha sido una gestión disuasoria por parte de los poderes públicos, trasladando a los profesionales de la Justicia y a los ciudadanos el peso de sus negligencias.

Es inconcebible que los gobiernos hayan intentado resolver los problemas de la Justicia acotando el acceso de los ciudadanos a la misma, con la excusa de aliviar de carga de trabajo a los juzgados, en vez de dotar de los recursos necesarios para atenderlos a todos con eficacia y agilidad. Y más incomprensible es que a la vez se haya invertido cantidades escandalosas en construir bellos edificios cuando en realidad nadie va a un juzgado a contemplar la arquitectura, sino a resolver algún asunto no siempre agradable. Y para ese viaje no se necesitan más alforjas que la profesionalidad y la eficacia de quienes se dedican a defender los intereses de una sociedad en su conjunto.