A la tarde, poco después de ofrecernos los dos o tres minutos más bellos que para un espectáculo puedan imaginarse, los toros de San Fermín serán sometidos a una tortura infinita que les conducirá a la muerte.

No es justo. Al contrario, creo que es un resultado tan idiota y tan cruel como lo eran las justas de gladiadores. Es pagar con dolor y sangre el esfuerzo gratuito para nuestro asombro y divertimento. Es mostrar impiedad con los protagonistas de la escena. Es como aplaudir a rabiar con el teatro puesto en pie al cantante de ópera que nos ha entusiasmado para momentos después, como final de función, darle horca sobre el escenario.

Los protagonistas absolutos de los encierros de San Fermín, los toros, nos ofrecen un insuperable instante de belleza y locura. Ese intenso galopar en grupo, esa potencia estética de los toros en carrera. Esa increíble imagen, más increíble todavía a cámara lenta en las repeticiones televisivas, del animal moviendo a toda velocidad su corpulento cuerpo, derrotando la cabeza de tanto en tanto, tensando músculos y patas, mostrando sudoroso el brillo de la piel. Esa belleza en movimiento de uno de los animales más bellos del mundo, bichos enormemente hermosos, con una elegancia poética incomparable, corriendo en grupo o demarrados, con la testuz altiva, rápidos y cadenciosos, orgullosos y e imponentes.

Por eso no entiendo que tras proporcionarnos tal placer estético estos toros que hace un momento eran los dioses de la fiesta se conviertan en individuos condenados a muerte. A la tarde, en un espectáculo completamente anacrónico y opuesto al de la mañana, el toro que fue el orgulloso autor del peligro sorteado por los corredores a cuerpo abierto y sin artificios, será confinado a un espacio cerrado, vallado, sin posibilidad de huída.

Será acosado por personas parecidas a las mismas de la mañana pero esta vez con la cobarde ayuda de instrumentos ventajistas: los capotes que le engañan, las banderillas que se retuercen en su lomo para que el dolor le reste bravura, las picas del pre-verdugo que se protege a lomos de un caballo (qué podría pensar el caballo si tuviera inteligencia para apreciar cómo colabora involuntariamente en la tortura de un compañero en la escala evolutiva), la espada afilada que al final penetra dolorosa en el corazón del bicho.

En tanto se debate de verdad sobre la llamada fiesta de los toros, yo desde aquí pido, ruego, suplico, que al menos los toros de San Fermín sean merecedores de un indulto. Creo que es suficiente su trabajo, el regalo que nos hacen por la mañana estos cinco animales. Pienso que ya es bastante su actuación en carrera que nos mantiene a miles de personas en Pamplona y a cientos de miles por televisión subyugados en el espectáculo. Estoy convencido que tan dignos actores de tan increíble escena no merecen morir esa misma tarde tras una cruel sesión de engaños y pinchazos.