Qué lecciones hemos extraído los funcionarios de los años de crisis económica? ¿Qué enseñanzas de unos tiempos convulsos en los que diversos representantes públicos han sido sujetos de corrupción? No son preguntas que puedan responderse en el breve espacio de este artículo. Me limitaré, pues, a señalar unos puntos iniciales.

1. Las políticas contra la crisis han contenido como elemento destacado la reducción de salarios y plantillas y la extensión de las horas de trabajo de los empleados públicos. No han sido una novedad porque cada ciclo económico desfavorable ha contemplado medidas de este tipo. Lo llamativo ha sido su uso como forma de acaramelar las que se dirigían al conjunto de los ciudadanos al objeto de que éstos las asimilasen con menores resistencias. De este modo, el funcionario ha experimentado una doble penalización: la general, como ciudadano, y la específica, como empleado público. Circunstancia que se ha sustentado sobre el prejuicio existente entre amplios segmentos de la población que le señalan como beneficiario de un estatus privilegiado. Un prejuicio que los representantes públicos han utilizado para legitimar ante el resto de los ciudadanos la dureza de sus decisiones.

2. Lo paradójico es que la inmensa mayoría de los empleados públicos, sobre todo en las Comunidades autónomas, trabajamos prestando servicios directos a los ciudadanos. En hospitales, centros de salud, escuelas e institutos, servicios sociales y diversas formas de seguridad: policía, plagas, incendios forestales, sanidad alimentaria, depuración de residuos, mantenimiento de carreteras€ Servicios cuya prestación individualizada suele obtener la aprobación ciudadana, estableciéndose de este modo una singular disociación en la mente colectiva porque quienes prestan tales servicios son los mismos empleados públicos a los que se censura como grupo profesional.

3. Ahora bien, nuestra respuesta como funcionarios ha resultado débil. Cuando se establecen potentes estereotipos, las reacciones defensivas no son suficientes porque se interpretan como simples expresiones corporativas. No basta con reivindicarse en términos que sólo satisfacen a los de dentro, cuando resultan fríos o chirriantes para los de fuera. Debemos asumir que existe el anterior problema de disociación y que éste no se resuelve sólo con retórica, sino actuando, contundentemente, en la mejora e intensificada profesionalización de aquello que nos resulta más cercano.

4. Las exigencias ciudadanas de mayor calidad y controlado coste se han ampliado con los mayores niveles educativo y económico de la sociedad. Asimismo, no somos inmunes a las transformaciones que aporta la globalización. Formar parte del sector público ya no constituye una garantía de empleo para toda la vida. Y no sólo en etapas de crisis económica: existe una potente y persistente presión del sector privado para acaparar esferas de gestión que ahora forman parte del ámbito público. Junto a ésta, algunos responsables gubernamentales se inclinan por ese mismo modelo porque minimiza sus riesgos políticos: se reduce la tensión del día a día al desaparecer de escena la mayor parte de las incidencias que ahora les corresponde resolver de forma directa y bajo amplio escrutinio público.

5. Presiones ciudadanas, presiones empresariales y presiones políticas componen el complejo terreno al que los funcionarios tenemos que incorporar alternativas internas emanadas de un doble ejercicio: el de la ética y el de la profesionalidad. La dimensión ética nos conduce a vivir la condición de funcionario como un desempeño vocacional: el del servidor público. Utilizando antiguas categorías: no somos trabajadores sometidos al capital, alienados y facilitadores de plusvalías. Respondemos a un mix de interés particular e interés público, con el segundo como moderador del primero. De ahí la importancia de que quienes se incorporan a las organizaciones públicas cuenten con una formación explícita sobre los valores que sustentan su administración y sobre qué se espera de ellos como integrantes de la misma: por ejemplo, la inconmovible firmeza ante cualquier amago de corrupción; o el funcionario como parte activa de una organización que necesita ser más eficiente para, de este modo, atender la faceta ética que combate los despilfarros, incluido el de los recursos humanos.

6. Por su parte, la dimensión profesional del funcionario nos impulsa a ser el motor de las iniciativas encaminadas a la modernización del trabajo, la revisión crítica de los procedimientos existentes, la mayor relación con los ciudadanos, la construcción de la transparencia frente a la opacidad de las autoprotecciones, la aceptación de un nivel razonable de flexibilidad en la asunción de nuevos desempeños y la demanda de una formación real que evite la oxidación profesional y la pérdida de capacidades ante despachos y consultores externos. Una profesionalización que exige la eliminación de los atajos que taponan el libre flujo del mérito y la capacidad, que precisa el detallado conocimiento de las capacidades internas y de una relación equilibrada entre el responsable político y el responsable administrativo para salvaguardar la independencia y ecuanimidad de éste.

Cimentar el prestigio de la función pública no vendrá de fuerzas externas espontáneas ni de leyes milagrosas. Es a la sociedad valenciana de 2015 a la que hay que seducir con respuestas activas, responsables y sólidas surgidas desde las oficinas, las aulas y los consultorios públicos. Para que éste sea un tiempo de servidores públicos y de ciudadanos responsables y no un tiempo de empleados prescindibles y de clientes fidelizados.