Todos los padres quieren para sus hijos lo mejor, que les vaya bien en la vida, que sean felices. Digo esto porque cuando se analiza la cuestión de las tareas escolares hay quienes usan el argumento de que ´ellos´ quieren que sus hijos sean felices y, por tanto, están contra los deberes. La lógica del asunto convierte a los partidarios de los deberes en ogros a los que la felicidad de sus retoños les importa un bledo. Y es de este modo, que los lógicos denominan ´falacia´, como un debate ´deberes sí/no´ se convierte en un debate moral ´felicidad sí/no´ y donde las personas decentes sólo tienen una opción.

A menos que a la decencia unan la inteligencia de detectar el sofisma. Porque la misma lógica simplista llevaría a los partidarios de la felicidad que inscriben a sus hijos en un conservatorio a decir que no importa que aprendan acordes y ritmos, que ´ellos´ lo que quieren es que sus hijos sean de lo más happy y no como esos padres desalmados que pretenden que sus hijos toquen un instrumento con competencia.

En el extremo opuesto están las denominadas ´madres-tigre´, ya saben, las madres chinas partidarias de una disciplina espartana en lo académico. Para muestra, un botón: Amy Chua, publica Madre tigre, hijos leones, traducción suavona de Battle Hymn of the Tiger Mother. Amy Chua compara el modelo educativo occidental, dont worry, be happy, con el modelo chino, esfuerzo hasta el cansancio, aprender a trabajar cansado y no parar hasta triunfar.

Lo espartano, lo chino, tienen su exotismo pero los atenienses y occidentales en general lo ven como una pasada, un exceso. Eso sí, dice Gregorio Luri que quizá los delicados alumnos occidentales acaben trabajando para los hijos leones de mamás-tigre y, ya de adultos, practicarán unos horarios como los que hoy se gastan los leoncitos y no sería de extrañar que la banda sonora de su vida laboral sea el Battle Hymn. Y todo podría ser.

Pero mientras tanto la banda sonora de nuestros cachorros no tiene nada de ardor guerrero, recuerda más bien el Hakuna matata. Es más light, que llega el veranito y las vacaciones. Los chiquillos dejan a un lado la tensión de los exámenes, las obligaciones académicas y pueden centrar todo su tiempo en cultivarse como seres humanos libres, desplegar su creatividad lejos del encorsetamiento escolar, profundizar en la vertiente lúdica de la existencia y mil aspectos más que sería superfluo enumerar.

En ese horizonte paradisíaco surge una nubecilla, una dificultad: los ´deberes de verano´ y su inseparable cortejo de cuadernos, cuadenillos y demás parafernalia.

Los deberes de todo tiempo (veraniegos incluidos), si están bien planteados, discurren por tres ejes: hacer posible que los alumnos rezagados sigan el ritmo de sus compañeros, consolidar conocimientos adquiridos (que se entiende muy bien la tabla de multiplicar, pero hay que hacer muchas multiplicaciones para automatizarla) y, por último, plantear nuevos retos para alumnos cuyas posibilidades o intereses van más allá.

No siempre están bien pensados. No sería la primera vez que hay que echar mano de toda la familia y varios vecinos para hacer unos deberes con los que se consigue aprender casi lo mismo que en cinco minutos de explicación bien aprovechada: es más participativo el asunto, eso sí.

En verano hay más tiempo libre y, es verdad, algunos padres agradecen una coartada para arrancar al chiquillo varias horas diarias de delante de la tele, la wii o cualquier aparatejo de distracción y atontolinamiento pero igual que no está bien cargar a los padres con responsabilidades académicas, no me parece bien que los padres usen los instrumentos académicos para tapar agujeros domésticos.

Hay, como se ve, muchos matices que tener en cuenta, diversos aspectos que avalan una u otra de las posiciones en litigio que, a mi modo de ver, cometen el mismo error. Son los partidarios de que la ley prescriba tareas para el verano y los partidarios de que la ley prohíba tamaña aberración. La ley (obligando o prohibiendo) se mueve siempre en el plano general. Yo soy partidario de movernos a ras de lo particular siempre que sea posible. Y lo particular en este caso es que cada maestrillo tiene su librillo y que cada alumno es un mundo. Por eso, el profesor debe olvidarse de lo que viene en los libros, los cuadernillos y demás instrumentos de tortura y pensar en sus alumnos concretos para ver quién de ellos necesita qué.

Habrá alumnos que vayan con base insuficiente para afrontar con una mínima decencia el curso siguiente: en ese caso, lo razonable es hablar con los padres, plantearles la situación de su hijo (no de los chavales de esa franja de edad en el Occidente postmoderno y deconstruido, sino de este chico) y mostrarles que para que su hijo vaya bien, le sería útil trabajar tales y cuales aspectos concretos.

Hay también alumnos que se lo han currado y que lo que necesitan es un diploma, una palmadita en la espalda, un helado (qué menos, con la que está cayendo) y a desfogarse, a descansar haciendo deporte, saliendo al monte, la playa o lo que sea. También hay pitagorines, con una cabecita siempre necesitada de más material. Y luego hay cuestiones que a (casi) todos nos viene bien: leer, profundizar en aspectos de interés€ porque son interesantes. Y cada profesor, desde su materia, puede hacer sugerencias, orientaciones generales o adaptadas a cierto tipo de alumnos, que no serán tareas, no serán deberes.

Pueden pensar que mi tesis es totalmente utópica (y no estar por la utopía, que de todo hay), que no hay maestro ni profesor que sea capaz de eso. Pueden pensar así, claro. Pero les aseguro que me he encontrado con muchos profesores como los que digo, profesores míos cuando fui alumno, compañeros míos desde que empecé a ser profesor. Es verdad que entonces no sabíamos pedagogía ni había tanta burocracia.

Claro que si nos quitan de encima todo el fárrago burocrático, todas las tonterías metodológicas que sólo sirven para hacernos perder tiempo y no tienen ningún efecto sobre la docencia, con el tiempo y las energías que ahorraríamos nos daría para hacer un plan personalizado no ya para cada alumno sino hasta para los padres, tíos, primos y vecinos. Es ponerse.

Porque, lo dice Pennac, ¡qué bien iba la enseñanza cuando no sabíamos pedagogía!