Esto de ser un expatriado no está tan mal. Uno se descubre un domingo por la tarde en una lanchita yendo de una playa paradisiaca a otra playa paradisiaca. Bajo el sol tibio de aquí nunca ha hecho frío, no sabemos lo que es el frío, no nos preguntéis porque no sabríamos describirlo. Viniendo de comer un salmón del Caribe y, ante tu sorpresa al no haber visto nunca un salmón como aquel, ni saber que hubiera salmones en el Caribe, habiendo escuchado del camarero que mi amiguito, es full bacano, coma sin miedo, tome, tome patacón, patrón. Viendo delante de ti el niño de pelo negro e hirsuto, de carnes oscuras y soleadas, de mirada transparente y acuática que con sus pies descalzos se agarra de la barca y lanza el pequeño ancla que nos ata a la playa, nuestro destino, allí donde ya salto sujetándome el sombrero Panamá y preguntándome cómo un tipo como yo llegó a un sitio como este.

A mi lado sonríen. Se tiran en la arena. Me ofrecen una cerveza. Y bebo. Bebo y siento pasar el tiempo. Bebo y sopla la brisa. Bebo y la vida es el sol sobre el agua dorada y nada en lo que pensar. Pues sí, esto de ser un expatriado no está tan mal. Miras a tu derecha y pasa una señora negra y obesa, como sólo algunas señoras negras saben ser obesas, que dice sin gritar, pero tampoco sin sólo hablar, coco, coco, cocoooo. Miras a tu izquierda y te ofrecen masajes, hacerte una trenza, venderte una pulsera rasta. Bebes cerveza. Pides un mango con sal, pimienta y limón. Te lo comes. Te planteas si trenzarte el pelo y comprarte unas pulseras de colorines. Te dices que mejor le das otro tiento a la cerveza. Qué fresquita ésta. Quien diría que tengo un doctorado. Mira qué piernas más blancas.

No sabes por qué, pero te acuerdas en ese momento de algo. Algo que enseguida olvidas. Algo que se te va de la cabeza antes de haber tomado del todo cuerpo en ella. Hay que ver que tonto que es todo cuando te paras a pensar en ello. Qué poca relevancia que tiene lo que parece tenerla. Que escaso interés tiene nada cuando nada lo tiene. Ves al que te vendió la cerveza jugando con un niño pequeño. Le coge. Hace como si le ayudara a trepar a la palmera. Lo deja en el suelo. El niño coge una botella vacía. Casi tan grande como él. Todos ríen. A lo lejos un bote con dos pescadores medita si arrojar la red o echarse todos a dormir. Pasan las horas. Suena música tropical. Me estáis estresando. Mejor me pido otra cervecita.

Caminas. Te metes en el agua. Una lancha juega con los eternos turistas gringos. Todos rosas. Todos sonrientes. Todos con tatuajes que si supieran leer en español les harían mucha gracia. Vivan los guiris internacionales. Las montañas peladas envuelven la calita. Palmeras por aquí y por allá. Sales del agua. Una hamaca. No se hable más. Lentamente, sin querer, sin pretender, te dejas mecer. Abres los ojos apenas un ápice. Se cuela la luz. Los cierras. La sientes tras tus párpados. Suspiras. Alguien te dice algo. Bueno, ya lo dirá otra vez. No te preocupes. Sólo déjate llevar.

Ofrecen aguacates. Ofrecen helados. Ofrecen la felicidad hecha de azúcar y ron tibio. Pides una felicidad con sombrillita. No hay que dejarla pasar calor. Tratas de levantarte. Pero qué piernas tan blancas. Caminas sobre la arena. Al borde del mar. Esquivas blancos, negros, mulatos, esquivas tu propia sombra y ves que es la única que no tiene color. No tiene nada. No es. En el fondo quién puede decir que es.

Llegas a un hotel de lujo. Subes las escaleras. Un camarero te pregunta qué quieres. Te dejas caer en un columpio con cojines. Respondes que un jugo de maracuyá y soñar con a qué saben las tardes de domingo. Bebes. Bebes más. No paras de beber. Dejas que ese trocito de hielo se deslice sobre tus labios. Lo sacas de tu boca. Se lo pasas por el brazo a la mujer que tienes junto a ti. La miras. Te sonríe. Te preguntas cómo aun estás consciente. No lo sabes. No te importa. No, ser un expatriado no está tan mal. La luz. La luz que lo inunda todo. La luz que ciega. Sabes que esto no es real. Pero, qué lo es. Quién lo es. Nadie dura más que un suspiro. Te levantas. Vuelves a estar en la lanchita. La mano sujetando el Panamá. El niño moreno en la proa de la embarcación de broma. El sol del atardecer en tu espalda. El brillo de mil monedas de ocho escudos en las aguas. Estás descalzo. Tu ropa mojada. Tu aliento empapado. Quién es real. No lo eres más por escribir. No lo eres más por pensar. No lo eres más por vivir.

Un perro tirado sobre la arena. Duerme. Otro perro más allá. Otro a lo lejos. Grandes. Pequeños. Medianos. Perros por doquier. Todos dormidos. Todos con la mirada extraviada de tanto dormir. El sol les calienta los vientres hinchados. Los turistas les miran curiosos. Se hacen fotos con ellos. Sonríen mientras los perros sueñan con turistas a los que devorar. Risas tontas. Risas descontroladas. Risas de mujeres y borrachos. Risas, risas, risas. Tú no te ríes. Te limitas a pasar. A ver y pasar. Invitado en la obra del divino pasar. Fluir. Deslizarse por tu garganta jamás saciada.

Una tarde de domingo en el paraíso. El trópico vuelto tu hogar. La vida escurriéndose por doquier. El sol hundiéndose en el horizonte. Ser un expatriado no está tan mal. Cierras los ojos. Apagas el drama.