Nadie ignora que el jueves pasado se batieron (que eso es de-batir) quienes aspiran a presidir la Comunidad autónoma. Lo organizó Ucomur, la Unión de Cooperativas de Trabajo Asociado que dirige Juan Antonio Pedreño y que es un pilar de la denominada ´economía social´.

Una de las preguntas, quizá por cortesía o por influencia de la organización, interrogó a los candidatos sobre cómo veían la economía social. Todos se deshicieron en elogios respecto al trabajo cooperativo, esa argamasa de gente que se arremanga y pone en juego su dinero y su futuro bregando para salir adelante y hacer próspera la sociedad. Con el flamante nombre de ´emprendedores´, todos estuvieron de acuerdo en apoyarla.

A mí siempre me han fascinado los consensos, la verdad. Pero hay algo que me fascina más aún: el poder de las palabras. Imagínense por un momento que, a los ´emprendedores´ les cambiamos el nombre y les llamamos como se hacía hasta hace poco en español: empresarios.

¿Seguiría el consenso? Es como, ¿se acuerdan? aquel que decía que no había ´parados´ sino ´buscadores de empleo´ y asunto arreglado.

Pero el rizo se puede rizar más. Porque todos se mostraron partidarios de la economía social cuando la cooperativa se centra en la elaboración y exportación de esparteñas o paparajotes congelados, pongo por caso. Pero cuando en vez de eso, la cooperativa instruye alumnos, educa a los ciudadanos del mañana; cuando, en una palabra, la economía social monta un colegio ¿qué pasa? Se acabó el consenso. No sabemos si los de IU son de Marte y los de Podemos de Venus o a la inversa, pero donde uno dijo que quien quiera ganar dinero que se haga funcionario o se dedique al cultivo del alcacil pero con eso de la educación no se puede hacer negocio, el otro nos hizo el amable regalo de la claridad y dijo que ni hablar de concertar incluso que hay que convertir en funcionarios a los profesores de la concertada.

¿A qué viene la excepción en el caso de la enseñanza? No entiendo que uno no pueda ganarse la vida trabajando para que sus alumnos aprendan. No entiendo que si alguien es competente y consigue que sus alumnos sepan, se le niegue el derecho a montar una empresa y llamarla así.

Tengo para mí que ahí se produce un cortocircuito en el razonamiento a causa del estatuto quasi-religioso que algunos otorgan a ´lo público´. Decía Pablo Iglesias recientemente que la izquierda tiene que dejar de ser una religión y pasar a ser un instrumento. No sé qué le iría peor porque a los instrumentos hay que juzgarlos por sus resultados. En cualquier caso, está claro que lo ´público´ es algo sagrado para la izquierda. Como el maná o la lluvia, cae del cielo y dar dinero público a un centro concertado es robar a la pública, derivar el agua de la lluvia pública al patio de mi casa, que es particular.

El candidato de Ciudadanos en Murcia no es Albert Rivera. Quizá el equipo de trabajo sea competente. No lo sabemos porque Miguel Sánchez debe estar todavía buscando el papel que le habían escrito. Con más actuaciones como la del jueves seguramente asistiremos a un reflujo hacia UPyD de quienes emigraron a Ciudadanos.

El candidato de UPyD fue un descubrimiento. Transmitió la sensación de ser un erudito y una persona honesta: a diferencia de otros con los que discrepo, da la impresión de acoger a las personas para discrepar de las ideas. Me gusta su estilo: ¡Qué buen vasallo, si hobiese un buen señor!, lástima que milite en un partido agotado, que no otra cosa es ya UPyD. César Nebot, un diamante en bruto que comparte el error de la izquierda con la ventaja de que explicita los principios. Habló, concretamente, del principio de subsidiariedad. Veámoslo.

A la izquierda se le llena la boca diciendo que hay que hacer política pensando en las personas, potenciarlas, apoyarlas pero, claro, siempre que esas personas no cometan la temeridad de querer dedicarse a la enseñanza y, encima, pretendan ganarse la vida con eso. Apoyar a las personas, sí, pero a condición de que no pretendan que lo que pagan de impuestos les dé derecho a elegir según qué tipo de educación para sus hijos. Porque los impuestos que pagamos todos (lo público, ya saben) sólo ha de servir para financiar cierto tipo de educación. Y es ahí donde la izquierda se apoya en el principio de subsidiariedad del modo diametralmente opuesto a como lo hace el sentido común. De su errónea aplicación se desprende que las personas tienen un papel secundario, subsidiario, cuando se trata de la constitución, mantenimiento y elección de los centros en que se educan sus hijos. Pues es lo contrario: las personas primero, la libertad de la gente para crear centros, trabajar en ellos o enviar a ellos a sus hijos, primero. Y el dinero de todos (el que estaba en los bolsillos privados antes de que el Estado lo sustrajese vía impuestos) ha de aplicarse para apoyar esa actividad no más que la fabricación de cerveza de trigo, pero tampoco menos. Y, claro, el Estado ha de garantizar que todos tengan las mismas oportunidades de educarse o, lo que es lo mismo, ha de tomar el papel subsidiario respecto a la iniciativa de las personas individuales y suplir (que eso es ser subsidiario) construyendo centros donde no los haya.

En este punto sólo Pedro Antonio fue coherente hasta el final. Como todos, defendió la economía social. Junto a algunos, fue partidario de apoyar a la concertada. Pero fue el único en defender claramente la libertad de las familias para elegir cómo quieren que se eduquen sus hijos. Añadió que la petición unánime de control y transparencia de los asuntos públicos hay que hacerla también cuando los asuntos públicos son la enseñanza: no hay que publicar sólo cuánto se gasta en luz el Ayuntamiento de una pedanía de 123 habitantes o la letra chica de la contrata para pintar el palo de la bandera, que también, sino que hay que publicar cuánto nos cuesta cada puesto escolar en la pública y en la concertada y qué resultados se obtienen en cada caso.