Cuando la huesuda, esquelética y mal encarada, de calavera, parca apareció en la ventana (ver dibujo de Paco Serna) de Notre Dame da Vie, guadaña en mano y poco tapada en sus miserias de osamenta, con una sábana desquiciada a los vientos de no se sabe bien qué infierno, el maestro Pablo Picasso dormía. El caballete no tenía la tensión de su mano pintora ni había paloma en su hombro ni arlequín o modelo posando. Había entrado la primavera y el genio, sin fatiga ni prólogo enfermizo y agónico, se había tumbado a descansar. Siempre, durante toda su vida, fue un privilegiado en lo humano y en lo artístico, para qué contar lo que ya sabemos al borde de una tesis doctoral; por eso este trance único en la existencia de los seres vivos para él, afortunado al máximo, fue un momento delicado, suave y templado. No hubo sobresalto en el último suspiro, ni miedo; angustia en Jacqueline que quedaba viuda de un gigante; condición que la compañera no resistiría por mucho tiempo apagando su vida voluntariamente sobre el mismo lecho en el que el maestro se dormía sin despertar posible, para siempre en su viaje a la eternidad. La muerte no había venido a perder su gran oportunidad de apoderarse de ser tan grande; universalmente ensalzado en su talento plástico, en su creatividad sin medida; una pieza cotizada en el más allá desconocido.

Era el día 8 de abril de 1973, hace ahora, todavía, 42 años. Pablo Picasso no había podido sobrevivir a Francisco Franco, una pena añadida a su pérdida sin remedio. La casa, la última vivienda del pintor vivo, se cerraba aquel día a cal y canto por orden expresa de la que había sido su compañera, primero; su segunda esposa, años después. Arias, el barbero, el introductor de embajadores, su ayudante de barba, su mozo de espadas, su amigo, poco después de morir le vistió con una capa española. Picasso pareció presentir su muerte y su última creación, un autorretrato demacrado y cadavérico, daba síntomas de tránsito, de rendición. Más de 15.000 obras de arte salidas de sus manos, vistas por sus ojos negros penetrantes, habían agotado sus 92 años fructíferos; su vida al borde del desorden en lo emocional, lírico y lúdico.

Pero la muerte „esta muerte„ venía acompañada de otras. Los hijos de Picasso no pudieron verlo cadáver. Ni sus nietos. Uno de ellos, frágil, rebasando los límites, se quitaba la vida al otro lado de la valla; al otro lado de la despedida del abuelo que llegó a parecer eterno, sin serlo. Los restos del pintor fueron trasladados al castillo de Vauvenargues, donde fueron enterrados, y donde hoy reposan, en un gran negocio para turistas y curiosos.