Llámenlo visión de futuro o forward thinking, como hacen los americanos; llámenlo, si no les gusta, oscura intuición, o llámenlo catastrofismo; tíldenlo sin resquemores de negatividad. Digan, como se hace coloquialmente, que es ponerse en lo peor. Me da igual. Pese a mi empeño en vivir el presente a tope, la vida me ha convencido ?de nuevo, y con mi inicial renuencia? de que es necesario ser realista y mirar al futuro contemplando las múltiples posibilidades de que las cosas vayan mal. No está bien visto el fracaso, en estas sociedades occidentales. Nuestro umbral de tolerancia al fallo es bajísimo, y así van las cosas: vivimos la vida como si fuera la portada del Marca, o un telenovelón. En mi casa protestan ante esta nueva reivindicación mía del fracaso, que consideran como un rasgo insólito, pero bastante execrable, de mi carácter. «Qué pesimista, mamá» ?dicen? «Qué impropio de ti». Pero yo me he dado cuenta de que no falla: los peores batacazos me los he pegado cuando estaba en una nube, imaginando un futuro pluscuamperfecto; pensando que mis sueños se iban a cumplir del tirón. No en vano he hecho siempre mía la parábola de los talentos que tanto repetía mi padre: quien siembra, recogerá. Atendiendo a este lema, ya me iba tocando; ya era la hora de recoger los frutos de tanto esfuerzo, de tantas noches en vela. Qué ingenua, pero qué ingenua se puede ser: me había hecho completamente a la idea de que en este recodo de mi camino ya no había sitio para la derrota. Con todo lo que llevo andado, me dije, solo me bastaba aprender de lo sufrido en épocas pasadas para no volver a tropezar en la misma piedra. Y así de encantada de la vida me sentía, así de superior, cuando, ¡zas!, me di de morros con el asfalto otra vez. Había olvidado que las piedras se camuflan en el camino y te esperan, agazapaditas y cortantes, para que tú te vuelvas a desmoronar. O te caen del cielo, si es necesario que éste haya decidido darte una lección. Nos guste o no, el fracaso acecha cuando menos se lo espera una, dispuesto a recordarnos lo poco decoroso de la caída; lo mal que se pone una cuando se pone mal.

Pero el episodio acabó, como acaba todo -lo bueno y lo malo? y hay que arremangarse y volver a empezar. Para no acabar frustrándonos, lo mejor es no volver a plantar las semillas de la decepción y aceptar el fracaso ocasional como compañero de viaje en el vivir. Sí, señor. Para vencer hay que fallar mil veces. Quién dijo que la vida es justa, o simétrica. Quién ha dicho que el dolor no forme parte de un plan mayor que no podemos, en nuestra cabreada ceguera, siquiera vislumbrar. Quién, quién ha dicho que mi humilde persona merezca más ?simplemente por habérselo currado? que toda la gente que lucha a brazo partido todos los días siquiera por sobrevivir. Por todo eso, detrás de un fracaso debe venir la reflexión y el aprendizaje. La decepción (del latín d?cepti?, engañar) volverá a golpearnos, disfrazada de otras cosas, traicionando a nuestra experiencia. [En este punto, mi maestro de yoga me corrige: no es la vida la que nos engaña, sino nosotros mismos los que investimos de un significado erróneo nuestros objetivos. Nosotros, los que consideramos triunfo o fracaso aquello que en realidad no lo es. La vida no hay que sufrirla, sino surfearla, dice él]. Y bien mirado, el fracasar tiene muchas ventajas: pone a prueba nuestra ductilidad y resiliencia, preparándonos para esquivar el próximo doble uppercut. Nos hace más tolerantes a nuestras debilidades; más pacientes con nuestras dolencias físicas, y con las psíquicas. Nos baja necesariamente del estrés de esta vida loca que llevamos y nos vuelve a poner en contacto con lo que verdaderamente importa, que es el propio vivir.

Y es muy saludable recordar, si algún día conseguimos el éxito en lo que perseguimos, que éste puede resultar de difícil asimilación; mucho más que el fracaso mismo. A menos que se gestione debidamente, el éxito puede distanciarnos de los que queremos, despojarnos de la humildad y la humanidad que son tan necesarias para relacionarnos con los demás; puede hacernos vivir en un estado de estúpida complacencia que nos impedirá crecer. Así pues, por mucho que en casa me critiquen por esta boca de cabra mía, prefiero regodearme un poco más en este dulce amargor del fracaso. Al fin y al cabo, dormirse en los laureles no enseñó nunca nada a nadie. Fracasar y poder contarlo, sí.