No he dicho que no fuera un acto democrático, cosa que sí piensan algunos, sino que lo fue deficientemente.

No deja de ser contradictorio que se convoque al pueblo cada cuatro años para elegir al Gobierno de la nación, pero no se le consulte directamente sobre quién debe estar al frente de la Jefatura del Estado. Como si fuera mayor de edad para una cosa pero no para la otra.

Que la Constitución de 1978 sancionara la monarquía parlamentaria como modelo de estado no puede ser esgrimido como escudo protector para perpetuar a la familia Borbón en el poder. Quienes tienen menos de 55 años, probablemente la inmensa mayoría de la población, no han tenido la oportunidad de pronunciarse directamente mediante una consulta sobre este punto y, por salud democrática, sería bueno que lo hicieran.

De otro modo, los monárquicos podrían estar jugando al mismo juego que juega Mas y los independentistas catalanes: considerar las elecciones legislativas como plebiscitarias. Lo que a los nacionalistas catalanes les puede servir para declarar la independencia -una supuesta mayoría parlamentaria- a los monárquicos les sirve para mantener la institución.

Tanto en un caso como en otro, la lógica democrática parece exigir algo más. Sobre todo si se tiene en cuenta que se ha producido un relevo en la cabeza de la Casa Real, y por lo tanto en la primera magistratura del Estado, que el voto ciudadano es cada vez más transversal y que la quiebra del modelo político salido del pacto constitucional de la transición, con la crisis de los partidos tradicionales y la aparición de nuevos partidos emergentes, está pidiendo a gritos una regeneración democrática y una nueva cultura política de participación ciudadana.

La llegada de la primavera nos invita a recordar que otro modelo de Estado es posible en España. Cada 14 de abril se conmemora el aniversario de la proclamación de la Segunda República Española y esa fecha es un hito histórico para muchos españoles.

Independientemente de lo que se pueda pensar de la experiencia republicana, con sus luces y sus sombras, lo que no se podrá negar es que constituye el antecedente directo de nuestro actual sistema democrático, o que gran parte de sus ideales y aspiraciones están hoy vigentes en nuestra Constitución.

Bastará recordar que sus impulsores, que procedían del regeneracionismo y de la intelectualidad más destacada de aquellos años, estaban animados por los sentimientos más nobles en su búsqueda de una España europeísta, laica, racional y progresista.

En contra de la República juegan dos hechos incontestables. Que aquella experiencia democrática, transformadora y modernizadora fuera abruptamente interrumpida por el golpe de estado franquista, desencadenante de una cruenta guerra civil a la que siguieron casi cuatro décadas de dictadura; y que el republicanismo español se asocie a valores de la izquierda cuando, en principio, sólo debería ser un sistema de organización del Estado.

Lo primero sólo se puede entender en el contexto histórico de irrupción del fascismo y nazismo que, unido a los enfrentamientos sociales y geopolíticos de la época, desembocaron en la Segunda Guerra Mundial. Una guerra cuyo laboratorio y antesala fue España y que ensangrentó y prendió fuego a Europa.

En cuanto a lo segundo, hay que decir que, si esto es así, es porque la derecha, en su inmensa mayoría, se dejó absorber por el franquismo durante la dictadura, lo que resultaba incompatible con el republicanismo democrático.

Pasados los peores momentos del juancarlismo, con sus escándalos sonados, la monarquía busca reconciliarse con la sociedad mediante la figura de un rey modoso y poco estridente. Pero, como hemos repetido en otras ocasiones, no es una cuestión de personas, ni para lo bueno ni para lo malo, sino de la institución monárquica, que en los tiempos que corren resulta obsoleta y anacrónica.

De lo que se trata aquí es del concepto mismo de democracia, en su esencia más profunda. O lo que es lo mismo, de la supremacía del sufragio democrático frente a la del derecho hereditario.N