Si mañana llegara un marciano a mi casa y me pidiera que le explicara qué es el Cristianismo, o la Religión en general, le pondría a escuchar La Pasión según San Mateo, de Johann Sebastian Bach, porque creo que esta obra expresa en un lenguaje intuitivo y universal, i. e. comprensible inmediatamente para un sujeto criado en Albacete y para un individuo criado en Alfa Centauri, expresa, digo, el núcleo espiritual de lo que es cualquier religión que se tenga por tal, a saber: que aspire a convertirse en un cuerpo doctrinal capaz de ´religar´ a una comunidad en torno a una idea de Absoluto. Decía Whitehead que la Historia de la Filosofía se podía reescribir entera en forma de notas a pie de página de los diálogos de Platón, y algo así sucede con esta magna obra musical, que su comprensión completa es inabordable, pues compromete la historia toda de la música y el conjunto vivo de la religión en cuanto tal.

Compuesta a finales del invierno de 1727, La Pasión según San Mateo (BWV 244) se estrenó el Viernes Santo del mismo año en la iglesia de Santo Tomás de Leipzig, sobre las piedras que ahora guardan los restos de Bach, a quien nunca, por cierto, le faltan flores frescas. Se trata de un oratorio estructurado a la manera operística, una moda compositiva llegada de Italia que distingue entre recitativos, arias, dúos, coros? que ya había sido muy ensayada por Bach en sus cantatas y que permite, por así decir, proclamar el Evangelio de un modo mucho más expresivo que aquel que se venía utilizando en la música alemana hasta la fecha, un modo que alcanza las partes más altas del cerebro y que fecunda la semilla más íntima del corazón.

Con todo, no es la estructura operística lo más original del planteamiento de Bach, sino la manera en que pone los recursos musicales al servicio, no tanto del drama evangélico, ni tan siquiera de los referentes textuales de cada uno de los versículos, sino de las pasiones que mueve el texto de Mateo y, sobre todo, de las emociones que despiertan los poemas escritos ad hoc por Christian Friedrich Henrici, más conocido como Picander, el poeta y libretista que, en buena e inteligente medida, marcó el perfil intelectual y espiritual del maestro Bach. No sabemos gran cosa de este poeta, debido a que la mayoría de las obras que Bach y él compusieron juntos se han perdido. Entre lo que se conserva, sin embargo, se cuentan las mejores y más sorprendentes páginas poético-musicales de todos los tiempos. Una revolucionaria, insólita y prácticamente desconocida cantata dedicada al Café, por ejemplo, que sitúa el trabajo conjunto de Picander y de Bach en la misma onda de pensamiento de la Ilustración Inglesa y Escocesa, cuyos máximos representantes defendieron el consumo de esta bebida como propia de gente despejada, lúcida y trabajadora, así como el ambiente industrioso, mercantil y burgués que reinaba en los locales donde se consumía; frente a los defensores del Viejo Régimen, que apostaban por el aristocrático, perezoso, elegante, sensual y eclesiástico chocolate a la taza que tanto se consumía en las cortes y palacios de los vetustos y encortinados imperios y reinos de tradición católica (España, Austria, Baviera, Italia y Francia, sobre todo).

Los textos de Picander musicalizados por Bach exhiben con toda claridad la marca indeleble que deja la inteligencia ilustrada y afilada, la misma que chocaba con la mentalidad dominante en Lepizig, en la lóbrega comunidad pietista que sostenía los gastos de la iglesia de Santo Tomás, los patronos que habían contratado a Bach para que les compusiese una cantata cada semana y para que cuidase de la educación musical de los niños de la parroquia, y no para que les removiese a todos las conciencias con una música puesta al servicio de unos versos inquietantes, que hablaban de Dios y de la Salvación, sí; pero sobre todo de una humanidad abandonada a sí misma, de un sentido de la piedad insatisfecha; de una impaciencia teológica que se parecía demasiado a una fe puesta en duda; de unas almas que lloraban al ver su Esperanza clavada en una cruz; de unos corazones que buscaban la pureza necesaria para poder enterrar en ellos a un Dios que había muerto como un hombre vencido; de una Europa, en suma, que ya en el siglo XVIII nota en su alma el vacío helador que sigue a la nostalgia del Absoluto.