Hace unos años mi médico amigo me detectó una hernia discal en las vértebras dorsales. Preguntado acerca de qué tipo de esfuerzo físico me la podría haber producido, no supe señalarlo. Pues no, no juego al tenis, le fui respondiendo, ni al golf, ni al paddle, ni al badmington, ni a los bolos huertanos, ni al pijotón, ni practico deporte alguno desde que tengo uso de razón más allá de la sana costumbre de andar unos pocos kilómetros a diario; mi trabajo de hombre de letras, aunque me exige algunos sacrificios tales como tragar ciertos sapos y culebras y batallar con legiones de papeles, tampoco me demanda realizar esfuerzos físicos notables; duermo sobre un colchón con un grado aceptable de dureza, aunque, eso sí, me suelo repantigar en el sillón para leer un libro e, incluso, para escribir en el portátil, cómodamente asentado en mi mullida barriga.

Sumidos en la incógnita estábamos cuando recordé un dato: «Doctor, durante más de treinta años, todos los Martes Santos, he llevado a hombros a la Virgen del Primer Dolor, una preciosa talla de Salzillo que, erguida en su trono alfombrado de flores, recorre las calles de Murcia con la Procesión de la Salud. Y otros cuantos años, cada Domingo de Ramos, en vez de ir subido en la burra como el Divino Maestro, era yo el que llevaba la burra a las espaldas en la procesión de la Esperanza». «Pues ya está», me dijo el médico, «si no haces deporte ni esfuerzos físicos durante todo el año y vas y cargas con la Virgen y con la Burrica, además de veinticinco kilos de caramelos, una vez al año, ya sabemos la causa de tu hernia». Desde entonces, siguiendo el consejo de mi médico y con todo el dolor de mi corazón y de mi espalda, dejé de salir cargando los pasos.

De mi falta de entrenamiento y de mi escasa afición por el deporte no culpo a la Santísima Virgen de Primer Dolor, hasta ahí podríamos llegar, ni tampoco a la Burrica, inocente de todo cargo, que se limita a estarse quieta rodeada de palmas y ramas de olivo. Si he de buscar una causa de mis dolencias, además de mi poca previsión deportiva, podría encontrarla en el hecho de que, gracias al colacao y a la evolución de la especie, los nuevos anderos que se incorporan al paso sean cada día más altos y más fuertes, lo que descompensa la carga en contra de los que no sólo no vamos creciendo, sino que vamos menguando. Y es que el puesto de andero de las procesiones murcianas, como lo prueban las enaguas que se llevan debajo de la túnica y las medias de repizco bordadas, no se hizo para los churubitos de ciudad, acostumbrados a lo sumo a levantar el bolígrafo, sino para los huertanos acostumbrados a las duras tareas del campo.

La Procesión del Martes Santo no es, sin embargo, una procesión huertana, sino urbana, la de los universitarios la llamaban. Los anderos no van vestidos con prendas huertanas ni llevan la cara descubierta, sino que procesionan con túnica larga hasta los pies y con el embozo incógnito del capuz. Tampoco se reparten caramelos y, junto con la del Silencio, es una procesión que discurre por las calles mudas de la ciudad. Sólo alguna saeta y el rumor de los que, respetuosos, se levantan de sus sillas al paso de las imágenes, rompen la noche callada.

En todo esto de las procesiones de la Semana Santa murciana hay mucho de tradición y de bullicio, de disfrute de las costumbres más populares, de fiesta y de costumbrismo, pero también de religiosidad y de recogimiento. Y es que, en definitiva, es la Pasión de Cristo la que desfila por las calles, más allá del colorido de las túnicas y de los caramelos. Es la vieja historia de la Redención a través de la Cruz la que se representa y es sentida profundamente por la mayoría de los nazarenos y por muchos de quienes la contemplan. No, no es una fiesta laica ni es sólo una manifestación costumbrista o una atracción turística, que también lo es, sino una celebración religiosa que reproduce el elemento fundamental de la fe cristiana: la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús el Nazareno.

Las procesiones de Semana Santa son una invitación a vivir intensamente el Misterio, una vivencia que sin duda puede ser alegre, que no está reñida con los caramelos, con las monas con huevo que se reparten generosamente o con las caras de susto de los niños al paso del Ángel Encadenado en la mañana de Resurrección, porque el final de la historia es el más alegre de los finales: definitivamente, Jesús venció a la muerte.

Por eso, aplaudo los esfuerzos que viene realizando el Cabildo Superior de Cofradías para preservar la tradición frente a las innovaciones que desvirtúan las raíces penitenciales de las procesiones, para protegerlas de las frivolidades de modas pasajeras y de la amenaza de sardinificación, dicho sea con todo el respeto a la Fiesta de Primavera, pero sobre todo, querido amigo Ramón Sánchez-Parra, por la exaltación del profundo sentido cristiano de nuestra hermosa Semana Santa.

Larga vida.