La crisis ha cambiado para siempre nuestra percepción de la política y de las estructuras públicas. Los recortes que vienen produciéndose desde hace años en la Administración, en los partidos y en los sindicatos nos han permitido descubrir las proporciones descomunales que había adquirido la burocracia en las instituciones y en las organizaciones sociales de todo tipo. Los sumarios que están depurándose en los juzgados nos ofrecen un relato hiriente de la España ficticia y pomposa, que ha engordado al amparo de la confianza heredada de la Transición. Hemos visto cómo las ayudas públicas alimentaban un entramado cada vez más denso, lleno de pliegues y escondrijos, que se daba sentido a sí mismo en la medida en que acumulaba el poder de los partidos para transferirlo a las instituciones, las cajas de ahorros o las empresas públicas sin que nadie lograra controlarlo. Los recortes han eliminado gran parte de la telaraña y han hecho visible un arrecife abandonado como un barco fantasma. Pero la solución no puede limitarse a cambiar a los políticos. Es preciso deshacer la madeja.