Tocaba más la calculadora que la flauta. Los únicos colores que utilizaba eran para distinguir las columnas y las líneas de los gráficos de contenido económico, sepultados los pinceles y su imaginación en el fondo del pupitre. Bromeaba con sus amigos cuando recordaba las agónicas palabras de los que un día fueron sus profesores de Música y de Plástica, empeñados hasta el final en alabar los beneficios de sus respectivas materias sobre el conocimiento global y vital. «Que si la música es buena para las matemáticas, que si el dibujo te relaja y ayuda a la concentración», reían sin disimulo. La única regla es sobrevivir. Competir sin mirar abajo. Ya su mejor amigo planteó un conflicto al instituto cuando sus padres se negaron a recibir Educación para la Ciudadanía, aquella perniciosa materia que procuraba educar en valores como la igualdad, la solidaridad y la democracia. Ahora había acogido con entusiasmo la asignatura que les preparaba para ser sus propios empresarios.

Tendría que elaborar su plan de negocio, cifras para amasar fortuna frente al amasijo de conocimientos que, como la misma filosofía o la ética, no parecían servir para nada salvo para perder el tiempo. Qué demonios tendríamos que aprender de Platón o Aristóteles, se preguntaba pensando en el desastre griego, antes olimpo de los dioses; mientras la conversación giró hacia las burlas que propinaron a otro joven que leía un libro en el tranvía. «Mirad, mirad, está leyendo», como quien observa a una especie en extinción. Pero lo que más le gustaba eran los viernes, el momento en que toda la pandilla programaba la salida semanal al centro de la ciudad.

De negro, ataviados al modo nazi, y siempre en pandilla, buscaban a los melenudos perroflautas para darles su merecido. Con el lema «Sé fuerte», que intentaron estampar en la propia clase, los jóvenes no sólo tienen ejemplos por doquier sino las ventajas de una sociedad que, mediante la sumisión del más débil y de la verdadera educación pública, tiene, asimismo, lo que se merece.