La masacre del miércoles en París se inscribe en la gama alta de la vesania. Armas de asalto, sangre fría, fértil cosecha de víctimas y un objetivo elegido para hacer mucho daño. Tanto que decenas de millones de personas se duelen desde hace tres días por este rastrero golpe a la risa y la sonrisa, dos cúspides de la libertad de expresión, cima a su vez de un ordenamiento que en España llamamos democracia y en Francia se conoce como república.

Sin embargo, ni la bolsa de los ataques armados al modo de vida europeo aloja sólo yihadistas bien entrenados ni las armas blandidas son siempre fusiles de combate. Coches que atropellan a peatones en mercadillos navideños o se empotran inexplicablemente contra vehículos policiales conviven en la crónica negra europea con oscuras agresiones a agentes del orden, a menudo atribuidas a simples desequilibrados. La muerte de un policía arrojado a las vías del tren por un paria africano en la estación madrileña de Embajadores no es sino un ejemplo muy reciente.

Curiosamente, los atropellos indiscriminados o el acuchillamiento de viandantes al azar son prácticas al alza entre los palestinos que atentan contra judíos en Jerusalén y Cisjordania. Pero mientras a las autoridades de Israel, país en estado de guerra desde su fundación, parece encajarles bien en la agenda la denuncia de estos hechos como formas artesanales de terrorismo, las autoridades europeas parecen proclives a minimizarlos como accidentes o raptos de locura. Actitud esta que, en sordina, viene siendo denunciada, al menos entre sus afiliados, por algunos sindicatos policiales desde hace ya tiempo.

Tranquilícese el lector, que en las siguientes líneas no le aguarda el diseño de ninguna teoría conspiranoica. Tan sólo la exposición del convencimiento de que tanto los golpes yihadistas de diseño como los ataques artesanales a policías y viandantes se nutren en Europa de un sustrato común: la miseria. Miseria es lo que transpira la biografía de los asesinos de Charlie Hebdo, desarraigados hijos de inmigrantes magrebíes cuya vida suburbial de trapicheros de hachís e incendiarios sabatinos de coches se ha visto ´redimida´ por la misión suprema de vengar a Mahoma. Y miseria transpira la vida del costamarfileño, atrapado en el espejismo de una falsa tierra de promisión, que sólo ve luz a su túnel provocando a un policía para, al grito de «te voy a tirar a la vía, puto madero», enzarzarse con él en una pelea que acabe bajo las ruedas de un tren.

De ahí que las soluciones de urgencia que, esta como otras veces, se están proponiendo tras la masacre del miércoles sean, cuando menos, muy insuficientes. Tratar de liquidar a ese grupo yihadista que se hace llamar Estado Islámico y, más allá, a Al Qaeda y a las diferentes manifestaciones bélicas del yihadismo en Asia y África es, sin duda, una necesidad geopolítica para Occidente. Una necesidad en el múltiple significado de un vocablo que, según el DRAE, alude a «aquello a lo cual es imposible sustraerse, faltar o resistir», pero también al «impulso irresistible que hace que las causas obren infaliblemente en cierto sentido». Dicho de otro modo, la lucha contra el yihadismo es una exigencia para la defensa de los intereses occidentales y también una inevitable consecuencia del camino emprendido por Occidente tras la caída del Muro y la desaparición del enemigo comunista.

Sin embargo, ese ´necesario´ combate contra el yihadismo difícilmente alejará del suelo europeo las manifestaciones desesperadas de violencia si, en paralelo, no se ponen en pie en el Viejo Continente políticas destinadas a combatir la miseria. La de los inmigrantes de primera, segunda o tercera generación, por supuesto, pero también la de los propios europeos, sometidos desde 2008 a un creciente proceso de pauperización y exclusión social. Por no hablar, pues es tarea que supera a la cada vez más débil Europa, de la miseria de las poblaciones asiáticas y africanas que sufren más que ninguna otra los embates yihadistas.

Todo lo cual exigiría de los grupos políticos que rigen la Europa actual una inteligencia y un vigor de los que, por desgracia, llevan años haciendo escasa gala. Entre otras cosas, porque el flujo de inteligencia y vigor hacia el mundo de la política parece inversamente proporcional a su dependencia de los grandes conglomerados financieros.