A cuenta de algún chispazo mío publicado en estas páginas y/o algún otro algo aparecido en mi blog de este mismo periódico sobre ciertas políticas municipales, he cosechado distintos frutos, diferentes apreciaciones de según dónde venía la pedrada. Es natural. Y perfectamente lógico. No es lo mismo subir a coger brevas que bajar de la higuera a recibir palos. No es igual ir montado que llevar a cuestas. Por eso las opiniones, por fuerza, han de ser diferentes.

Así pues, por un lado, los aludidos no acusaron bien las críticas. Por supuesto que no. Tampoco esperaba yo lo contrario. Me llegó un poco de todo. Un detallado surtido de amables etiquetas que van desde derrotista hasta ignorante pasando por la de vengativo. Bueno€ cualquier cosa, menos ciego, digo yo€ Porque hay que estar muy ciego como para no ver lo que resulta tan evidente como inocultable, y es la clara y meridiana sensación de pujanza y decadencia de un pueblo. Pujanza que uno ha vivido y experimentado, sentido y disfrutado, y la patética decadencia que se advierte, resalta y se nota, y se padece hoy. Cuando salgo a pasear sus calles, sus barrios, y cada vez se cuentan más casas vacías, más comercios cerrados, más naves abandonadas€ me acuerdo de Detroit. La historia de un declive.

Y los declives pueden obedecer a muchas causas, pero todas tienen el mismo efecto: el empobrecimiento de la población. Por eso, las medidas a tomar pueden ser complejas, de acuerdo, y difíciles, vale, pero nunca, jamás, se combate la pobreza añadiendo más pobreza. La anemia no se cura recetando ayuno, sino todo lo contrario. La atonía no se resuelve subiendo impuestos, sino al revés, bajándolos. Y si la pobreza persiste, porque no es coyuntural sino de facto, lo menos que se puede hacer es repartirla entre caballo y caballero, y no que el primero está cada vez más flaco y tenga que soportar el peso del segundo, cada vez más orondo, porque su bocado es del cada vez menos pienso que le toca al primero.

Luego, por otro lado, están los ciudadanos que declaran estar hartos. Y que me dicen, y me cuentan, y me escriben y describen los cada vez más deteriorados servicios que recibe, la cada vez mayor inseguridad que sufren y el cada vez mayor afán recaudatorio que soportan. Y me preguntan abiertamente qué hacer y cómo hacerlo, y me piden que escriba sobre ello, y esas cosas€ Mas yo solo tengo una sola y única respuesta: Movilización ciudadana. Pero no la algarada, el disloque callejero o la asonada, ni hablar, hablo de un movimiento ciudadano organizado, responsable e inteligente, con estrategias y objetivos. La concienciación ciudadana es el primero de ellos y el más importante de todos.

Ya sé que no es fácil. Pero tampoco es difícil. La sociedad es la suma de los ciudadanos, y si los ciudadanos no suman nada la sociedad vale cero. Es la única vía, el único medio. La ciudadanía ha de asumir la responsabilidad de la que se le ha despojado y ella misma ha rehusado a cambio del dame pan y dime tonto. Tiene que expresar, fuerte pero ordenadamente, su opinión. Ha de exigir, con todo el respeto del mundo, que se le tenga respeto a ella también. Y su voz debe ser escuchada por los que viven tan requetebien siendo sus administradores.

Me sueltan los más exaltados que hace falta algún gamon-algo, ya me entienden€ Pero tampoco es eso, aunque sí que es envidiable su capacidad organizativa, de convocatoria, de solidaridad en equipo, de esforzados voluntarios€ Pero siempre es mejor un puñetazo en la mesa que un puñetazo en la cara. Siempre. Una resistencia unida, aunque pasiva, concienciada y concienciadora, siempre obtiene mejores frutos que la violencia descontrolada. A mí nunca me encontrarán con lo segundo, pero siempre contarán conmigo en lo primero.

Así que ésta es mi respuesta. A los unos y a los otros. Sé que es jodido pronunciarse, y asumo lo que se arriesga en estos casos. Pero en los malhadados tiempos que corren, el esconder la voz es una cobardía que no podemos permitirnos.