Por alguna extraña razón me troncho cada vez que oigo la palabra «estafa», aunque tengo muy claro que no me agrada que me timen, algo que ocurre frecuentemente. El caso es que me gusta el sonido de la palabrita, así que la empleo a menudo para referirme a las cosas que me producen desagrado. También la utilizo para calificar a las personas que no cumplen con las expectativas que me generan, algo que no es infrecuente en mi círculo de relaciones. Incluso me la digo a mí mismo cuando no estoy a la altura, bastantes veces, todo sea dicho. Pero desde hace unos días he variado mis hábitos léxicos y he decidido guardar este vocablo para referirme a LA ESTAFA con mayúsculas: Rodrigo Rato. Confieso que le tenía en consideración cuando él era ministro y yo un pipiolo que ya se interesaba por la política. Estoy seguro de que muchos, incluso sus rivales políticos, al menos le guardaban respeto entre los años 1996 y 2004, aunque ahora se apunten al carro del «ya lo decía yo». El tiempo me ha demostrado que ha sido un timo, alejado del hombre de Estado por el que le tuve. Espero al menos que ahora sienta vergüenza por lo de las tarjetas. Aunque sea por un rato.