Siempre he pensado que una de las mayores tragedias del ser humano es morir de hambre. Es muy duro ver acercarse a la Parca con la lentitud y la agonía propias de ese ser del Apocalipsis que nos retrató algún evangelista y/o iluminado. ¡Claro que debemos interpretarlo como un hecho tremendo, como también debemos observar y catalogar como una maldición el hecho que constata la tolerancia que todos, cada uno desde su atalaya, desde su responsabilidad, practicamos desde un mal llamado Primer Mundo! No debemos asumir con dura impotencia lo que afirmativamente tiene remedio.

Miles de recursos son sobreexplotados todos los días, para precisamente cada jornada acabar en un basurero. Es la locura del consumismo, que, por excesivo, produce más de la cuenta para tirar más de lo que reconocemos, de modo que, como resultado de todo ello, falta lo más mínimo a cinco sextas partes de la Humanidad, un concepto que pierde en algunos territorios el valor intrínseco que alberga.

Si hay algo (¡nos topamos con más desastres!) que no se entiende en el siglo XXI es el hambre, como tampoco es de recibo esa infamia de que haya ciudadanos y ciudadanas de segunda, tercera, cuarta o quinta clase a la hora de afrontar y sufrir determinadas enfermedades, para las que hay cuidados que implican su extinción o que, por lo menos, son de tipo paliativo. No hay derecho a que esto ocurra. No es justo que miremos para otro lado.

Un gran número de iniciativas ciudadanas, que parten de multitud de Organizaciones No Gubernamentales, tratan de contener las consecuencias de la avaricia de unos pocos. Recordemos que «el hambre que no tiene hartura no es hambre pura». Es claro que no ayuda el silencio de un porcentaje mucho mayor.

La callada por respuesta nunca es rentable, y, en este caso, aún menos. Asistimos cada jornada a las frías estadísticas de algunos espacios audiovisuales que buscan en el amarillismo y en lo truculento sus mejores y más atractivos menús. El hambre vende, como vende la opulencia y la descarnada soberbia de quienes se creen (o nos creemos) más por ser más afortunados en cuanto al lugar de nacimiento y las condiciones familiares. Todo es variable, amén de relativo. Contemplar con oportunidad y óptica es lo conveniente.

Además, miles de recursos energéticos, miles de toneladas ´polucionantes´, infectan un planeta que cada vez es menos azul por la acción de unas sociedades que miran por encima del hombro a los que menos poseen. Por eso quizá les regalamos una buena dosis de nuestra contaminación. Aquí sí somos solidarios, y la hacemos suya igualmente. Incluso decimos compensarles por ello. No nos escondemos.

Las técnicas comunicativas fallan a la hora de subrayar que todos somos iguales de verdad. Deberíamos, indudablemente, alejarnos de quienes piensan, como en la fábula de George Orwell, que algunos son más iguales que otros. Con este último aserto nunca podemos estar de acuerdo, pues, antes o después, la diosa Fortuna nos lo puede explicar en negativo y convertirnos en esos últimos que nos refería Bertolt Brecht.

Es difícilmente explicable el hecho de que millones de personas y, especialmente, niños padezcan y mueran de hambre todos los años. Hay recursos en esta sociedad desarrollada para que ello no sea así. Soportar esa simiente dolorosa e indecente es someternos a un destino donde la mirada se tercia horrorizada. Podemos hacer mucho, todo, para cambiar, para cambiarnos.