De forma paralela a la descomposición del régimen del 78, se está produciendo un auténtico terremoto social protagonizado por movimientos sociales, organizaciones políticas y personas que han pasado de la indignación a la acción, tendente a configurar una respuesta desde abajo al actual estado de cosas. Ocurre que este proceso de constituir una alternativa ciudadana frente a un engranaje institucional en profunda crisis pero firmemente anclado en su propia inercia y en el peso del miedo al cambio, resulta una tarea tan necesaria como compleja, plagada de dificultades intrínsecas y poderosas zancadillas puestas desde quienes controlan el tinglado. La paradoja es que, en apariencia, la tarea es simple: unámonos quienes queremos un cambio de verdad, sobre todo si en lo tocante al programa prácticamente estamos de acuerdo. Pero no, la cosa no reviste esta sencillez con que la puede percibir un activista de base de un movimiento social o de una organización política, vecinal o sindical. Una radiografía más o menos precisa de las dificultades que arrastra lo que en apariencia es una empresa obvia, es la soterrada pero intensa controversia que enfrenta al emergente fenómeno de Podemos con la izquierda plural histórica. Aquella organización reprocha a ésta el haberse convertido, en algunas facetas de sus prácticas institucionales, en parte del sistema. Por su parte, la izquierda acusa a la organización de Pablo Iglesias de indefinición ideológica, de fomentar la antipolítica y de prepotencia al calor de sus expectativas electorales.

Puede que algunos de estos reproches tengan su fundamento, pero la pregunta es por qué se hurga en la herida de las diferencias y no existe un común empeño de tejer un proyecto compartido a partir de las coincidencias programáticas y del acercamiento progresivo que se está dando en lo que respecta a la opción de la convergencia social como alternativa al bipartidismo. La izquierda plural ha de entender que Podemos es, en cierto modo, un reflejo de sus propias carencias y miserias, de esa parte de su mochila que contiene elementos no demasiado presentables. Por su parte, Podemos ha de asumir que el trabajo de miles de afiliados y simpatizantes de la izquierda de siempre a lo largo de décadas es, en buena medida, lo que ha permitido crear, tanto en la calle como en las instituciones, un foco de resistencia al régimen, sustanciado en las mareas y movilizaciones que se han desarrollado a lo largo de los últimos años. Ambas corrientes han de resolver, asimismo, las controversias de, en apariencia, mayor calado político que las enfrenta. Me refiero a dos cuestiones.

En primer lugar, la que concierne al término casta, que la izquierda contrapone a la lucha de clases. Mi opinión es que es un debate terminológico, que se resuelve asumiendo que la casta es la élite política del bipartidismo que se sirve a sí misma y a la oligarquía con la que se funde. La otra disyuntiva es la que se produce entre unidad de la izquierda y unidad popular. Dilema resoluble por cuanto la primera ha de subsumirse en la segunda. Es decir, la unidad de la izquierda es condición necesaria, pero no suficiente, para la articulación de un amplio frente cívico erigido como contrapoder, a través del cual la mayoría social (más allá de la izquierda) reemplace esta cleptocracia/plutocracia por una democracia digna de tal nombre.

En todo caso, y como la sociedad es sabia, los movimientos sociales están levantando ese fenómeno que se conoce como Ganemos, nuevo espacio de confluencia ciudadana, más allá de la suma de siglas, y que en lo fundamental plantea una nueva relación entre representantes y representados, de manera que aquéllos, a través de la renuncia a los privilegios, de la dación de cuentas, de su revocabilidad y control por parte de quienes los han elegido, se conviertan en servidores del pueblo y no de las élites poderosas. Creo que ese proyecto, que arranca en Murcia el próximo día 27, puede ser el punto de encuentro que permita ganar las instituciones para la gente.