Como durante la mitad de mi vida, estaba esperando. Contemplando, en la madrileña Plaza de España, la escultura ecuestre de Quijote y Sancho, cuando apareció frente a mí. Enhiesto, de pelo ya blanco, deshacía a su joven acompañante algún entuerto de los que coronan sus nobeles libros. Me ajusté las gafas y comprobé que era él para, con denuedo, palparme el bolsillo por si las hadas o el olvido me habían provisto de algún bolígrafo con el que solicitarle un autógrafo. Nada.

Ganas me dieron de saludarle o arrojarme a sus pies una vez desvelada su inconfundible figura, pues aunque su halo aún permanece en mí no cesó en su andar, dejándome atrás, tanto como de aquí a Lima, como prueba este modesto escrito.

En un Madrid donde se han puesto de moda los áticos, quizá como antesala del suicidio de esta ciudad de perros; y en una España que horada en el subsuelo „con comunidades como Murcia batiendo récords de pobreza aunque sus prestaciones son las menores en cuantía y tiempo„ Mario Vargas Llosa nos seduce ahora con la historia de un loco profesor idealista que amaba los balcones que derruye el denominado progreso. Aquí más conocido como la burbuja inmobiliaria. Subido a las tablas del teatro, el protagonista, que encarna el bueno de José Sacristán, clama contra el mercantilismo y las estructuras que borran nuestra idiosincrasia, el paisaje y la capacidad de atisbar el horizonte. Atalayas que estaban forjadas sobre las pequeñas historias que rehúyen los libros de texto.

Los balcones han tornado en rejas, sólo limadas por el espíritu crítico y libre de héroes como nuestro buen amigo peruano, maestro en recrear universos ya perdidos.