Como aquel chiste en el que el sevillano, ante el turista americano, afirmaba orgulloso que la Giralda no estaba la última vez que pasó por allí, en España se corre el riesgo, cada vez que sales de sus fronteras, de no reconocerla a la vuelta, o de que la hayan hecho muy gorda sin tu aquiescencia. Tal fue la sensación que tuve al retornar, despues de un mes, y poner mis pies en la muy española tierra de Prim. ¿Quiénes? Los de siempre.

Hotel anexo a la Plaça de Sant Jaume. Tras tirarle un poco de la lengua me cuenta el recepcionista, joven y amable, que allí van a tomar los ´cafeses´ los políticos y funcionarios del Palacio de la Generalitat. Allí hablan de sus temas. ¿Qué temas? Los que alimentan su negocio, los temas que los mantienen sentados en la Generalitat. Sentencia estoicamente: «No son nuestros temas».

Primer taxi de la mañana. Taxista joven, sobre unos 28 años, conversación informal sobre nuestro viaje. Me cuenta que es catalán, que son siete hermanos, que el tema está mal. ¿Qué tema? Me interroga acerca de si veo alguna bandera estelada en esta zona. Le contesto que no. Esta zona es de oficinas, en un minuto verá usted los bloques de viviendas. Esperamos el minuto. Me vuelve a preguntar. ¿Las ve ahora? Pues tampoco, afirmo. En el trayecto hacia la Sagrada Familia, apenas tres esteladas asomaban por los balcones de decenas de edificios con miles de viviendas. Este es el tema.

A la vuelta, otro taxista, joven de origen ecuatoriano, me cuenta que en las escuelas se dan dos clases de inglés, dos de español y cuatro de catalán, tratándose el castellano como si fuera una lengua extranjera más. Me dice que es una pena, porque a sus hijos él les habla en español, pero que el Gobierno está propiciando el aislamiento cultural y lingüístico de generaciones completas de chavales.

El ´tema´, el dichoso ´tema´, flota en el ambiente, invade todos los rincones como una peste. Una enfermedad, la del nacionalismo, que adormece a una sociedad que, si por algo se ha caracterizado a lo largo de su historia, es por su dinamismo, potencialidades y vocación de modernidad. Yo he conocido la Cataluña de los 70. Y tiene muy poco que ver esa sociedad despierta, libre y ambiciosa con ésta que descubro machacada bajo el peso de la consigna, la escuela transformada en madraza nacionalista, y el burka cultural autoimpuesto por las esferas de poder.

Los ciudadanos que antes mencionaba, a modo de ejemplo, son las verdaderas víctimas de este sistema. Ellos son la verdadera Cataluña, la de los ciudadanos, y sin embargo, qué lejos están sus problemas e ilusiones de las preocupaciones de su clase política.

Tras el viaje, aún no era consciente del estallido del caso Pujol. Pero ilustra muy bien lo que realmente ha ocurrido en Cataluña durante los últimos 30 años. Décadas que han servido para desfigurar una sociedad al grito de ¡muera la libertad y vivan las cadenas!, que se oculta tras la losa independentista. Operación necesaria para convertir una pujante Cataluña en el cortijo de una aristocracia política cerrada y ambiciosa, cuya herramienta de trabajo ha sido el sectarismo y la cerrazón. La ideología y el victimismo al servicio del interés privado de aquellos que quieren romper España para repartirse las migajas entre aquellos que engordan cuentas en paraísos fiscales. Espías, Método 3, caso Palau, caso Banca Catalana, caso Pallerols, caso Pretoria, caso Treball, caso ITV, clan de los Pujol, etc. La torre de Babel nacionalista se viene abajo porque ni siquiera en la gran Cataluña hay pan para tanto chorizo. Delenda est Catalunya.

Falta inteligencia, sentido común y estrategia por parte de un Gobierno español que, ya sea en su versión PP o PSOE, no ha enfrentado el miura nacionalista sino con cesiones y miradas al tendío que no han provocado más que orfandad y desprotección a los propios ciudadanos de Cataluña, primeras víctimas del suicidio colectivo antiespañol y antieuropeo al que les llevan actualmente el dúo Mas-Junqueras. En Madrid, Rajoy peca de pensamiento, palabra, obra y omisión. Pero sobre todo de omisión.

Faltan hombres de Estado. Nos falta un Adolfo Suárez. O quizás nos falta visión para darnos cuenta que el próximo Adolfo Suarez no nació en Cebreros, sino en Barcelona, y se llama Albert Rivera.