Aún nos acordamos de cuando la palabra desahucio nos sonaba ajena, poco frecuente. De unos años aquí, con sutil impertinencia, ha ido calando en nuestra vida cotidiana y la hemos incluido a nuestro glosario. La hemos sentado incluso en nuestra mesa. Desahucio: quitar a alguien toda esperanza de conseguir lo que desea, dice la RAE en su primera acepción. ¡Qué acertados nuestros lingüistas! Eso es, desposeer de esperanza al propietario que no leyó con atención la letra pequeña cuando firmó su sentencia a cadena perpetua en la sucursal del barrio. Digámoslo sin pudor: echar de su casa, dejar sin techo a familias que soñaron conseguir su derecho a un hogar. Afortunadamente, a la vez que normalizábamos este vocablo, también hemos ido perdiendo el miedo. Aprendemos poco a poco a no sentirnos culpables por no poder pagar ´por encima de nuestras posibilidades´ y nos aferramos a la ayuda de unos valientes que visten de verde y se aglomeran en la calle para evitar una injusticia. A ellos, buenos días.