De los genios nunca se sabe a lo que juegan. Y el genio mayor fue Di Stéfano. Él era el campo entero, el equipo entero. Los demás, Pelé, Maradona, Cruyff, Ronaldo, Zidane, ya se ha dicho, fueron grandes intérpretes, únicos y magistrales, del papel que les tocó en sus equipos. También rompieron los moldes de sus posiciones, sobre todo Cruyff, pero no cambiaron el fútbol, no dejaron un molde nuevo por el que se deba hablar del arte antes y después de ellos. Di Stéfano inventó el fútbol moderno, el más hermoso, el que se libera de las cárceles tácticas de los pedagogos del banquillo, esos entrenadores especialistas en reprimir el genio. O esos jugadores que, como el malasombra de Xavi Hernández (¿lo han visto reír alguna vez?), ponen el ´estilo´ por encima de todo, porque es lo único que los hace grandes hasta que salen once lobos y se los comen. A Di Stéfano el estilo y los entrenadores le importaban un pijo soberano, porque el genio se escapa de cualquier esquema. Y porque sabía que el fútbol consiste en meter la pelotita en el arco, y no en dar conferencias a lo Guardiola. Lo que él hacía era exactamente eso: tomar (nunca habría ´cogido´ una pelota) la pelota, desde donde fuera, y llevarla a la portería contraria. Eso era y fue siempre el mejor Madrid después de él: un vendaval. Di Stéfano fue al fútbol lo que Shakespeare y Cervantes a la literatura. Ambos cambiaron la imagen que el hombre tiene de sí mismo y el arte de contarlo para siempre. Di Stéfano nos enseñó la alegría y la pasión del fútbol, ese reducto en el que nuestra infancia sobrevive eterna. La inocencia y la libertad que los tecnócratas y burócratas intentaron destruir siempre.