Pájaros a vista del conductor, en la autovía. Dos urracas que, en la lejanía, juegan en el aire, a pocos metros del suelo, al juego más antiguo, se buscan, se rehuyen, se tropiezan, escapan, se persiguen, mientras el coche se acerca, hasta que, ya encima casi del parabrisas, se le muestran desplegadas y en escorzo, en un solo plano, con las plumas blancas de los extremos de las alas semejando dedos abiertos de unas manos, y las colas formando dos rombos blanquinegros paralelos. En ese instante quedan detenidas en el aire, y en la fugacidad del tiempo, para el observador, que una fracción de segundo después ve como el techo del coche, al pasar bajo ellas, decapita la escena, la archiva para siempre en su memoria, sin que seguramente las urracas, de visión prodigiosa y siempre atentas, hayan visto la mirada que las dejó clavadas, juntas, como una mariposa en el álbum del coleccionista.