El anuncio de la abdicación del rey había de provocar inevitablemente el estallido del silenciado y aplazado debate sobre la monarquía. Esto es así por razones históricas, esas que tanto gustan a los monárquicos. Para empezar, históricamente, no existe en el mundo otro país, aparte de España, que haya instaurado una monarquía en el siglo XX, lo que, como poco, invita a una explicación. En segundo lugar, esta monarquía nuestra tiene su origen en los designios del dictador Francisco Franco, a cuyo régimen prometió fidelidad Juan Carlos I, en su toma de posesión como rey de España y jefe del Estado en el año 1975, ante unas Cortes franquistas. Contra esta mancha en los orígenes, los defensores de nuestra peculiar monarquía esgrimen el higienizador de la Constitución que el pueblo español votó en el año 1978, haciéndola aparecer así como fundamento de la legitimidad monárquica. Pero a los ilustres defensores del carácter purificador de la Constitución se les olvida, porque prefieren no recordarlo, que la monarquía entraba en el lote que la izquierda de entonces tuvo que tragar para entrar en el juego. Como las lentejas, o las comían o se quedaban sin comer. Y, claro, prefirieron comer. Y la misma comida fue servida al pueblo hambriento de libertad.

A favor de la monarquía, de nuestra monarquía, se esgrimen argumentos diversos, desde el dudoso de que nos sale más barata que una presidencia de república, hasta el del recurso a ejemplos de sistemas de monarquías parlamentarias, es decir, democráticas, frente al de repúblicas bananeras o tiránicas. Siendo ambos argumentos inductivos, el primero es indemostrable, dada la opacidad que protege a la Casa Real, y el segundo es falaz porque pueden aducirse ejemplos de lo contrario, es decir, de monarquías tiránicas y de repúblicas democráticas.

No obstante, el argumento fuerte, aunque contradictorio, de nuestros monárquicos de nuevo cuño es el del papel del rey Juan Carlos y, ligado a él, el del carácter útil de esta monarquía. Según esa versión de nuestra historia contemporánea, la democracia que hoy tenemos se la debemos doblemente a él, pues él nos la trajo y él la salvó la noche del 23 de febrero de 1981.

Este argumento fuerte tiene, sin embargo, puntos débiles. El primero, sorprendente, es que los documentos que demostrarían el papel salvador del rey la noche del 23F se mantienen clasificados, lo que imposibilita su consulta y, en consecuencia, el conocimiento de la verdad, que tal vez sea la que nos cuentan, pero entonces ¿por qué no salen a la luz pública? Otro fallo del argumento es que, al basarse en la mera autoridad personal del rey, no justifica el carácter hereditario de la monarquía ni legitima que su hijo herede el título de rey ni la jefatura del Estado.

Para justificar lo injustificable, se acude a otro argumento, la normalidad de la sucesión y a ello se añade como refuerzo la preparación del príncipe, futuro rey Felipe VI. Sin embargo, lo que se presenta como una virtud es, en realidad, un privilegio. Desde esa posición suya de privilegio lo normal es que esté preparado, de lo contrario habríamos tirado el dinero que nos ha costado su formación. La pregunta, sin embargo, es otra: ¿No hay otras personas tan preparadas o más que él? Y si no es así ¿por qué no las hay? Otra pregunta, ¿por qué se permite una subida de las tasas universitarias que excluyen a muchos jóvenes impidiéndoles alcanzar una formación que les valdría incluso para ser príncipes del reino o presidentes de la república?

En definitiva, que la derecha se aferre a esta monarquía se comprende porque ella le garantizó y le sigue garantizando el disfrute de los beneficios que se derivan del poder. Otro tanto podría decirse del PSOE que, sin embargo, no sale tan impoluto de la prueba. El PSOE vendió su alma y quedó atrapado en los entresijos de aquellos pactos de la transición. Fue entonces seguramente cuando dejó de ser un partido socialista y republicano y, en palabras de Felipe González, se convirtió en un partido "accidentalista". Hoy por hoy, ese accidentalismo destila un combinado entre república y monarquía que recuerda a la letra de aquel bolero que preguntaba cómo se puede amar a dos mujeres a la vez y no estar loco.

Hace casi cuarenta años puede que la monarquía fuera útil, aunque lo cierto es que no hubo otra opción. Pero ahora quienes fraguaron los pactos deberían abrir los ojos y ver que la etapa de la Transición pertenece al pasado y que hoy, los ciudadanos exigimos legítimamente más democracia y que en democracia no se heredan ni las funciones ni los cargos ni las representaciones. Por eso es necesaria una consulta ciudadana. Claro que antes deberíamos tener acceso al conocimiento de las zonas oscuras de nuestra monarquía. Para poder votar con criterio.