Se apellidan Loubaris (de Olivares), Bargachi (de Vargas) Buano (de Bueno), Sordo, Denia, Lucas... y constituyen cientos de familias en Tetuán, en Rabat y en Fez, las ciudades de Marruecos donde, como en la vecina Túnez, fueron acogidos tras su expulsión. Pronto se constituyeron en la aristocracia urbana. Y hoy, cuando se cumplen los cuatrocientos años de la salida del Reino de Murcia de las últimas familias de nuestros antepasados moriscos, es justo prestar atención a quienes reivindican el mismo trato que el Gobierno español está dispuesto a otorgar a los descendientes de aquellos judíos sefardíes expulsados de España por decreto de los Reyes Católicos de marzo de 1492. La nueva reforma del Código Civil español permitirá a los sefardíes pedir la nacionalidad española sin que ello suponga renunciar a la suya de origen. Por ello, Bayib Loubaris, presidente de la Asociación Memoria de los Andalusíes (como en Marruecos se designó a los descendientes de los moriscos), exige que el Estado español reconozca el mismo derecho para el resto de expulsados, los moriscos; de lo contrario, afirma, «su decisión sería racista».

Como es sabido, los moriscos eran descendientes de las personas que en Al-Andalus profesaban la religión musulmana y fueron bautizados a comienzos del siglo XVI. Con el inicio de la llamada Reconquista, se respetó por necesidades económicas en muchos casos la religión de la mayoría de los pobladores de Al Andalus (los mudéjares). Las conversiones al cristianismo, forzadas en la mayoría de los casos, se producen después de la conquista del reino de Granada, aunque al comienzo se les había prometido respetar su religión. El cardenal Cisneros, al dejar sin efecto la tendencia a la asimilación religiosa y cultural del arzobispo de Granada, Hernando de Talavera, es el artífice de la conversión de los mudéjares granadinos (Pragmática del 14 de febrero de 1502), seguidos de los castellanos y aragoneses. A principios del siglo XVII, España contaba con 325.000 moriscos (4%) sobre un total de ocho millones de habitantes de población (en el reino de Murcia, sobre una población total de 100.000 habitantes, 15.000 eran moriscos, de los cuales 13.500 vivían en el Valle de Ricote).

Esta minoría étnica terminó siendo expulsada en 1609 por el Gobierno del duque de Lerma, valido del rey Felipe III, en un número aproximado de 300.000 personas. ¿Cuáles fueron las causas? En realidad, en el decreto de 1609 puede hablarse de un conjunto de motivaciones, a las que no eran ajenas el temor de que los moriscos se aliaron con el Imperio Otomano para una nueva invasión. Siempre había habido partidarios de la expulsión de la comunidad morisca, quienes encontraron un momento propicio cuando era precisa una victoria moral que compensara la obligada Tregua de los Doce Años (1609) con los rebeldes protestantes holandeses. En ese momento, a pesar de la crisis económica de la que incluso se acusaba a los moriscos, el Estado disponía de medios para efectuar esa expulsión. La medida puede ser entendida, además, como un cierto complejo hispano de inferioridad respecto a Europa, que nos consideraba un país de moros y judíos. Las consecuencias económicas de la expulsión fueron indudables: la desaparición de un grupo de personas trabajadoras en la artesanía y en el campo, en zonas de regadío, al afectar a la red de norias, acequias? y en zonas de secano, abandonadas. La nobleza se vio también en parte perjudicada. Al tiempo, los burgueses que tenían censos sobre tierras de moriscos terminaron arruinados.

En lo que respecta a nuestra Región, los representantes del reino de Murcia en las Cortes reivindicaron la permanencia de los moriscos en España debido a su integración religiosa y social. El monarca hispánico realizó en 1610 una excepción temporal con los murcianos, «por haberse dicho que estaban muy emparentados y unidos con los cristianos viejos y vivían como tales católicos ejemplarmente», según nos expone Antonio Gómez-Guillamón Buendía. Sin embargó, al decir de este mismo autor, otros informadores acusaban a los moriscos murcianos de falsedad en su conversión al cristianismo y de la práctica a escondidas de la religión islámica. El monarca Felipe III optó definitivamente por su expulsión del reino de Murcia, excepto los menores de ocho años y los ancianos enfermos, mediante la resolución del 4 de marzo de 1613, cosa que está bien documentada a partir de los trabajos de cronistas como Govert Westerveld, Ángel Ríos y Luis Lisón, así con la obra Los últimos moriscos del Valle de Ricote, del profesor Flores Arroyuelo.

Los moriscos murcianos marcharon al exilio (Norte de África, Orán, Génova, Liorna y Nápoles) por el puerto de Cartagena, entre diciembre de 1613 y enero de 1614. Aunque muchos regresarían años después, hoy, al cumplirse los cuatrocientos años de aquella absurda y, sobre todo, dramática medida, es necesario reivindicar la necesaria reparación, no sólo moral, sino también legal, hacia los descendientes de aquellos nuestros antepasados, de quienes hemos heredado tantas cosas que constituyen parte de nuestra identidad, como españoles y, por supuesto, como murcianos.