Entre muchas cosas que han causado emoción a tantos españoles a raíz de la muerte de Adolfo Suárez destaco la coincidencia del lugar elegido para el descanso de quien fue el primer presidente y principal impulsor de la democracia con la tumba donde reposa el viejo presidente. Según informó este periódico el pasado miércoles, 26 de marzo, la Catedral de El Salvador, en Ávila, cobija los restos de Adolfo Suárez (y de su esposa) cerca de los del historiador Claudio Sánchez-Albornoz, presidente de la República en el exilio, en ese exilio que duró cuarenta años de agonía de una dictadura militar a la que solo pusieron fin la valentía y la resolución democrática de un político con visión intelectual y sentido de Estado como fue Suárez.

Los biógrafos de ambos personajes históricos, de don Claudio y de don Adolfo, llaman al primero un gran intelectual y hombre de muchas lecturas, mientras al segundo le reconocen talento oportunista, capacidad de consenso y firmeza en las convicciones, pero escasa cultura, más allá de haber ojeado ocasionalmente algún libro y de mostrar afición al teatro y al fútbol o al cine en su juventud. Puede ser que aquí llamemos intelectuales a los que han aprendido de memoria muchos libros, pero no creo que sea posible mantener esa definición de intelectual en todos los casos en que se aplica con tanta generosidad como presunción: véanse manifiestos de intelectuales apoyando esto o aquello, elogios de amigos, tomas de posesión de académicos o rectores de Universidad, encomios de toreros, arciprestes, hijos predilectos, etc.

La tradicional envidia del español hacia el hombre insigne tampoco creo que sea la causa de esa pulla a Adolfo Suárez que amagan sus biógrafos y airean las lenguas sagaces de los cronistas televisivos. No leyó casi nada ese hombre de Ávila, que apenas tuvo tiempo más que para pacificar a un país.

Creo que es, quizá, la idolatría supersticiosa y también tradicional en los españoles a la letra escrita lo que hace que se llame intelectual al hombre de muchos libros; no a quien tiene visión amplia y profundidad en la obra. ¡Qué le vamos a hacer! Como en tiempos de Cervantes, dominan los eruditos, a los que el autor de El Quijote fustiga en el prólogo de la novela por la que nuestro idioma es reconocido universalmente. Sería largo de desentrañar el complejo que aún tienen muchos hacia las ideas. Ortega y Gasset vendría a decir que el español odia el pensamiento y por ello lo pone en una urna intocable. Por eso llamamos intelectuales a esa minoría cuya obra atamos a la cola de un cometa para que circule por la estratosfera, lejos de la vida práctica, del aquí y ahora. Ese aquí y ahora, suponemos, debe ser tratado por los hombres pragmáticos banqueros, ministros, empresarios, políticos de partido, notarios y otros miembros del cabildo. Es raro que un intelectual como sí fue Adolfo Suárez baje a lo real, cambie las cosas, esto es, los modelos de entender el mundo y de entendernos todos, incluido el presente, el pasado y el futuro de una nación.

En fin, esos hombres como Suárez dan siempre miedo a los amos de lo real y a los reporteros sagaces.