Cuenta Kovaliov, el gran historiador de Roma, que cuando en el año 167 aC los mejores músicos griegos llegaron por primera vez a la ciudad del Tíber, el público se quedó absolutamente frío. Al parecer, sólo cuando los ediles romanos les ordenaron «dejar de tocar e iniciar una lucha a puñetazos, el entusiasmo de los espectadores se despertó». Ya se sabe, por aquellas fechas, los romanos eran un pueblo bastante rudo, del que no era nada extraño esperar que abandonara en tromba el teatro para presenciar un pugilato o un combate de fieras que en ese momento se anunciara en la puerta. Los actores, que se quedaban colgados con la palabra en la boca, no tenían más remedio que encogerse de hombros. Al fin y al cabo, podía ser peor. Al menos los ediles no les obligaban a liarse a puñetazos como a los músicos griegos.

El rector de la Complutense, José Carrillo, ha defendido su decisión de solicitar a la Policía el desalojo de los estudiantes encerrados en el vicerrectorado por las dificultades que esta ocupación ocasionaba en el trabajo de los 130 empleados. Además, se trata de un lugar 'sensible' porque en el edificio se almacenan datos protegidos de los estudiantes. Y por si fuera poco, distintas informaciones apuntaban a una 'superpoblación' de ocupas, 'cuatro perros' y 'bombonas de butano'. Estamos presenciando una escalada en la retórica del poder. Los inofensivos, aunque molestos, perroflautas, han cambiado las flautas por las bombonas de butano, y no hace falta decir que las bombonas son un material mucho más explosivo que las flautas. De nada sirve que los estudiantes hayan manifestado que las utilizaban para su uso más lógico, esto es, cocinar, y que lo hacían fuera del edificio. Lo importante aquí es la incardinación de los estudiantes con las expresiones 'bombonas de butano' y 'cuatro perros', que resuenan en la misma onda del comunicado que las asociaciones de policía emitieron a propósito de los altercados producidos tras finalizar las Marchas de la Dignidad: 'guerrilla urbana' y 'piquetes extremadamente violentos'. De los 53 detenidos en el asalto al vicerrectorado, se da la circunstancia de que cinco eran participantes de la columna murciana de las Marchas de la Dignidad, que habían permanecido en Madrid para apoyar los actos convocados por el 22M, y que no dudaron en sumarse a la huelga convocada por el Sindicato de Estudiantes. Así que tenemos, por un lado, 'cuatro perros' y varias 'bombonas de butano'; por otro, guerrilleros urbanos y 'piquetes extremadamente violentos', y en medio de todo, a cinco murcianos. Vaya tela.

Sin embargo, la verdadera noticia es que más de un millón de jóvenes ha secundado la huelga convocada por el Sindicato de Estudiantes, con un seguimiento que supera el 80% del conjunto de los centros de enseñanza. Lo que haga un millón de jóvenes debería ser más importante que lo que hagan 53, pero lo que también deberíamos preguntarnos es la razón por la que estos 53 estaban haciendo lo que hacían, en lugar de, por ejemplo, dedicar sus energías a preparar fiestas fabulosas como la que esta misma semana ocupa el Campus de Espinardo. De manera que tenemos a cinco jóvenes murcianos, que no contentos con irse andando a Madrid, se arriesgan a ser vapuleados, encarcelados y encausados, por una causa que no tiene nada que ver con su interés personal, sino que muy al contrario, podemos relacionar con la puesta en juego de este interés para la defensa de un bien común. Y este bien que todos y todas tenemos en común es la educación pública. Algo que estamos perdiendo a golpe de decreto, a pesar de las loas que cínicamente entona el PP cada vez que habla de la Transición.

La Transición, si tuvo algo de bueno, fue el acceso, por primera vez en la historia, de una amplia capa de la población a determinados bienes y servicios que anteriormente estaban reservados a una clase minoritaria. Pero no nos engañamos. Este acceso no fue universal ni instantáneo ni imprescriptible. En el ensayo Bienestar insuficiente, democracia incompleta, Vicenç Navarro constató que en 1991 el número de hijos de clase obrera en las aulas universitarias representaba sólo el 10,7%. Aunque se trataba de un gran avance respecto a los últimos años, una mejora que se incrementó hasta el 27% documentado por Eurostat para el año 2011, lo cierto es que en nuestro país, los hijos de obreros y agricultores en su gran mayoría no van a la universidad, y el 50% están abocados a repetir la profesión de sus padres. Sólo tres países de la Unión Europea, Malta, Portugal y Luxemburgo, superan este porcentaje.

Y esto, naturalmente, se traduce en menos movilidad social y peores salarios. Porque al contrario de lo que algunos comités de sabios no dejan de cacarear, un informe publicado en el 2012 por la Fundación BBVA reveló que en España no sobran universitarios: la tasa de entrada en la universidad sigue siendo de las más bajas de los países desarrollados, esto es, de un 46% frente al 58% que rige de media en la Unión Europea o el 60% de la OCDE. Para el hijo de un obrero, como para cualquier otro, acceder a la universidad significa un 25% más de posibilidades de alcanzar un puesto de trabajo, un 10% más de conseguir un contrato indefinido, y un 12% de ocupar un puesto directivo.

¿Quiénes son los bárbaros? En la antigua Roma, sin duda, los que obligaban a los músicos griegos a soltar la lira para darse de puñetazos. Pero si el Gobierno del PP, todavía con la tinta fresca de la LOMCE y los decretos que sancionaban los últimos recortes, pretende convencernos de que hoy los bárbaros son los estudiantes, y más en concreto, precisamente aquellos que abandonan las fiestas para arriesgar su futuro por la educación pública, es que ha perdido el norte.

Los bárbaros de hoy llevan traje y corbata, ocupan ministerios y cobran sobresueldos. Y por donde pasan, no crece la hierba.