Perdone que le moleste, pero, no sé el porqué, el número 191 me ha estado rondando la cabeza durante toda la noche. Cerraba los ojos y en la tibia oscuridad de mi cuarto me aparecía nítido, luminiscente, exclamativo y sincero. Es un número sin importancia, quizás algo simétrico, pero no deja de ser un primo cualquiera más. Aparentemente no tenía significado alguno, pero asomaba a mi pensamiento con un martilleo constante. Pensé en la posibilidad de que me recordara, de mi época de estudiante, la línea de autobuses urbanos de Madrid que une Buitrago de Lozoya con Plaza de Castilla; o quizá, que la prima de riesgo bajó a 191 puntos el pasado 12 de febrero; o que 191 fueron los millones de euros que pagó Bankia por su participación en la cadena hotelera NH; o los casos de gripe que padecieron en Asturias, patria querida, este 2014. Por otro lado, pensé que ese 191 no me recordaba ninguno de esos artículos relevantes sobre medioambiente de la Unión Europea, porque nunca me han interesado el tratamiento de esos temas a lo macro.

Pero al final, mi línea de pensamiento me hizo entrever que no se trataba de nada pueril, es más, me recorrió un sudor frío al intuir su origen pues si sumaba los tres dígitos del númerico, el resultado era 11; y si por otro lado los unía, obtenía una clara ´eme´ mayúscula; instantes después, me temblaron hasta las piernas: 11M. Ustedes también lo recuerdan, ¿verdad? Hace diez años del mayor atentado terrorista de la historia de nuestro país. 191 muertos, unos 2.000 heridos, cientos de familias destrozadas y un número demasiado elevado de personas, como usted o como yo, con secuelas y tratamiento psicológico de por vida.

Tengo la obligada costumbre, como casi todos ustedes, de madrugar a diario. A las siete en punto ya estoy supino. Tras una ducha, intento tomar el desayuno con calma y a las 7,36 ya he dado cuenta del mismo. Pero a esa maldita hora, hace justo diez años, explosionaron las primeras bombas en la estación de cercanías de Atocha. Para muchos madrugadores, personas como usted y como yo, trabajadores que solían levantarse un poco antes que nosotros para incorporarse a su puesto de trabajo, para niños que iban al colegio o jóvenes a la universidad, ese, precisamente ese, fue su último día de vida.

El porqué la raza humana comete estas barbaridades aún es un misterio para mí. Pero lo que sé es que la vida de esas 191 personas era más importante que cualquier otra cosa, que la vida a partir de ese 11 de marzo de 2014, para los 2.000 heridos ya no es la misma, que la vida para las familias que les han robado a un ser querido ya nunca fue igual. En los siguientes cuatro minutos a la primera explosión de Atocha, hicieron lo propio las mochilas bomba colocadas vilmente en las estaciones de El Pozo y Santa Eulalia, barrios obreros del cinturón sur de Madrid que causaron en su conjunto la mayor desgracia en la larga historia del terrorismo en España. La dantesca imagen, hábilmente tamizada por el extraño sentido común televisivo, hicieron que no viésemos la horrenda realidad; los cadáveres esparcidos en decenas de metros a la redonda, los cientos de heridos con la mirada perdida entre el miedo y la absoluta incomprensión; en definitiva, el horror tras la pérdida de una sencilla cotidianeidad a la que, a veces, tan poca importancia se le da.

No nos hizo falta ver las durísimas imágenes para hacernos una idea de la magnitud de la tragedia, de ponernos por un momento en la piel de aquellas personas. El 11 de marzo de 2004, España entera lloró en silencio y se desgarró de dolor. Todos quisimos estar allí, en Madrid, ofreciendo nuestro cariño a los heridos. A todos se nos secó el aliento y muchos se quedaron sin lágrimas. El país entero se paralizó fruto de un acto miserable, cobarde y ruin perpetrado por unos descerebrados que pugnaban por yacer con cientos de vírgenes el resto de su vida.

El atroz atentado no dejó lugar para la ira, esa actitud es para los débiles. Los españoles pensábamos que teníamos el corazón duro por el continuo goteo de los asesinatos causados por la banda terrorista ETA: cientos de guardias civiles, militares, políticos y€ millares de familias colateralmente perjudicadas. Pensábamos que el atentado de Hipercor sería el episodio más sangriento de nuestra historia negra, pero hace diez años, aquel atentado en nuestra muy querida Barcelona, se quedó en mantillas.

Las confusas investigaciones llevadas a cabo con posterioridad a la tragedia harían que muchos de ustedes atribuyeran este atentado a la participación española en la guerra de Irak; algunos pensaron, y aún lo siguen haciendo a día de hoy, que hubo conexiones con la banda terrorista ETA; otros, que hubo otro tipo de fallidas y oscuras alianzas€ ¡vaya usted a saber! Yo no soy nadie para opinar y ustedes son muy libres de haber sacado sus propias conclusiones, pero hay una cosa clara: el extremismo religioso, la intolerancia, el odio y la inmadurez mental convirtieron, hace diez años a miles de familias más o menos felices, más o menos ricas o pobres, normales y corrientes como la suya o la mía en unas personas tristes, mutiladas, asustadizas, solitarias, viudas y desgraciadas. ¡Que no se nos olvide!

Creo, con total seguridad, que seremos muchos los que, desde diversos medios daremos hoy pábulo al recuerdo de este atentado terrorista. No podemos tomarnos la licencia de olvidar. En mi ciudad, Cartagena, tenemos un referente, El Zulo. La escultura de bronce fundido es obra de Víctor Ochoa y está ubicada estratégicamente en la explanada del puerto. La pieza, de 4,80 metros de altura y casi dos toneladas de peso, muestra a un hombre pensativo, desnudo y en posición fetal. Reflexiona, al igual que todos ustedes, sobre el porqué de esta barbarie, pero creo sinceramente que ninguno hemos llegado a dar aún con el porqué de esas 191 muertes. Para todos aquellos que desde entonces sufren en silencio el sinsentido de la violencia, mi más profundo cariño y más mi sincero pesar en la distancia y en el tiempo.