El estadounidense The New York Times ha publicado recientemente un artículo sobre las costumbres españolas. Bajo el título «España, el país donde se cena a las 22.00 h., pregunta si no es hora de cambiar los horarios», el reportaje retrata la costumbre de las cenas tardías propias de nuestro país, poniendo como ejemplo un miércoles cualquiera en un bar a la hora de la cena, cuando los clientes se reúnen en torno a un cubo de botellines de cerveza mientras la camarera sirve raciones de tortilla de patatas. «Entonces comienza el partido, a las 10.00 pm», señala. Añade el diario que aunque España «sigue funcionando con sus propios ritmos y horarios», la «devastadora crisis económica» ha hecho que surgiera un movimiento en favor de la eficiencia, que sostiene que el país puede llegar a ser más productivo y estar más en sintonía con el resto de Europa si adoptara un horario estándar. Para ello, el artículo señala que se deberían modificar distintos aspectos, siendo el más importante que la jornada laboral fuera cambiada por un horario de 9 a 5 de la tarde.

No seré yo quien diga que los españoles somos unos trabajadores dignos de elogio. En realidad, pienso justamente todo lo contrario. De hecho, creo que en España los horarios laborales son excesivamente largos, pero que el tiempo productivo es vergonzosamente corto. Nos gusta más la cháchara, el compadreo, el compañerismo, la hora del café que agachar la espalda, y eso se nota cuando se mide la productividad de los países, donde siempre aparecemos en la parte baja. Sin embargo, aparte de nuestra propensión a la holgazanería, existen varios aspectos que sí me gustaría aclarar.

En España da igual que produzcas más o que produzcas menos; siempre hay ladrones dispuestos a robarte. En unas ocasiones es el propio Estado el que elimina las pagas extra o ´roba´ los sexenios o reparte el dinero público a eléctricas, constructoras y bancos. En otras, son los empresarios, que en este país de chorizos abusan de sus empleados para mejorar sus beneficios. Así que, visto el percal, pedirnos a los trabajadores productividad cuando son algunos empresarios y el propio Estado los culpables de nuestra crisis particular, es un poco de caraduras.

Por otra parte, mi primo „como muchísimos otros trabajadores„ comienza a trabajar a las nueve de la mañana, tiene quince minutos para comer y regresa a casa a eso de las ocho de la noche. Once horas metido en una nave. Como su jefe dice que la empresa está en crisis, mi primo realiza el trabajo de dos o tres operarios; eso sí: con la cabeza agachada, porque si protesta se va a la calle. De horas extra y vacaciones, ni se habla. Mi primo, al final, produce como tres personas y cobra como media; unos cochinos novecientos euros al mes.

Quien gobierna el dinero manipula el mundo, y así nos han hecho creer que el trabajo nos hará libres. Qué duda cabe de que cuando uno va al trabajo tiene que trabajar, pero la vida es algo más que ocho horas metido en una oficina; en la vida también debe haber tiempo para ir al cine, para leer, para pasear por la playa, para ver un programa de televisión, para jugar con los hijos, para pintar, para saltar a la comba o para estar tumbado mirando las estrellas. Por eso, el debate no debería ser cómo mejorar la productividad, sino cómo repartir mejor la riqueza; esa riqueza que hace que unos tengan tiempo para pasear sus colgajos en yate y otros no vean ni la luz del día.