Me permito la licencia de jugar con un enunciado que forma parte de la cultura feminista desde que Alice Schwarzer publicara su libro La pequeña diferencia en la década de los setenta y Carol Gilligan el suyo, Una diferencia tan grande, en la de los ochenta y no lo hago para ahondar en esa ´diferencia´, que ambas autoras señalan, de poder en la relación sexual o de formación y de comportamiento moral que conduciría a dos tipos psicológicos distintos sino para comentar la diferencia entre dos fotografías que han aparecido en la prensa la semana pasada.

Ambas fotografías se inscriben, naturalmente, en el ámbito conceptual del feminismo, entendido de manera extensa, y recogen momentos de sendas manifestaciones de mujeres. Una se desarrolla en Túnez y en ella vemos, en primera línea, a una mujer que, cubriéndose el cabello con un pañuelo verde, llora con desconsuelo mientras acerca a su rostro el Corán que lleva en la mano; detrás de ella otras mujeres igualmente cubiertas por el hiyab exhiben pancartas en árabe. La otra fotografía recoge un momento de alguna de las protestas que han tenido lugar en Francia contra la ley del aborto del Gobierno de Rajoy; a diferencia de las mujeres tunecinas de la foto anterior, no se cubren el cabello, pero como aquellas también exhiben pancartas. En una de ellas podemos leer: «Non aux lois cathos, machos, fachos» que, con menos enjundia, vendría a decir: «No a las leyes católicas, machistas, fascistas».

Entre ambas fotografías existe una notable semejanza: mujeres que se manifiestan o que protestan. Sin embargo, prevalece la diferencia porque los motivos que las llevan a salir a la calle y que exponen en sus pancartas son bien diferentes, incluso antagónicos. Las mujeres tunecinas protestan y se lamentan porque, a su entender, la nueva Constitución tunecina es ´laica´. En París, en cambio, la protesta de las mujeres acusa al Gobierno español de elevar a la categoría de ley prejuicios religiosos.

Una lectura superficial nos llevaría a la conclusión de la equidistancia o de la equivalencia de ambas protestas, como una lectura superficial lleva a la equiparación de feminismo y machismo. Pero si podemos ir más allá, no debemos quedarnos en la superficie y, para ello, basta un sencillo ejercicio de análisis. La supuesta laicidad de la nueva Constitución tunecina, si fuera cierta, no implicaría ningún riesgo para las creyentes musulmanas salvo que éstas consideren que la ausencia de exclusividad sea el peligro, pues lo que consagraría sería que otras creencias pudieran convivir con el Islam, además del reconocimiento de derechos civiles y de la igualdad entre mujeres y hombres. Parece evidente que en la protesta se expresa una resistencia a la pérdida de la exclusividad, una exclusividad, la del Islam que mantiene a las mujeres en la esclavitud respecto al hombre, y parece igualmente evidente que esta resistencia se enmarca dentro de una concepción totalitaria del Estado.

Lo que reivindican las mujeres que protestan en París es justamente lo contrario. Ellas reclaman más laicidad y menos peso de la religión en el Estado, piden que las creencias religiosas de unos pocos no se impongan a la totalidad de la ciudadanía, en este caso a la totalidad de las mujeres. Hay que tener en cuenta que la laicidad es inclusiva y no exclusiva o excluyente porque lo que hace es reconocer derechos individuales que en un sistema totalitario no estarían reconocidos, lo que implica la privación de la ciudadanía para quienes no se ajustan al patrón único.

Las mujeres tunecinas que ahora se lamentan podrán seguir llevando su hiyab y podrán seguir entregándose a las prácticas y prohibiciones que alguna particular lectura del Corán les imponga e incluso podrán seguir lamentándose por la pérdida de su exclusividad e incluso por la pérdida de la humanidad descarriada. Exactamente lo mismo que los que gritan e insultan a las mujeres que deciden abortar, aunque la despenalización del aborto no obliga a ninguna mujer a abortar, así como la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo no obliga al resto de los ciudadanos a convertirse en homosexuales ni a practicar la homosexualidad.

¿Por qué los que van de creyentes no dejan que cada cual viva su vida, que se condene si quiere y que purgue luego eternamente sus culpas en el infierno? ¿Por qué se empeñan en llevarnos por el buen camino? No es, desde luego, por amor o respeto a la vida y, en ningún caso, por respeto o amor a los vivos.