Es el viernes inmediatamente anterior a las fiestas de navidad. Me dirijo a casa y, como siempre que vengo de la parada del tranvía que me trae de la Facultad, lo hago por el camino más corto. Voy pensando en mis cosas por ejemplo, en el tamaño de la nueva mordida que el señor de los recortes, Bernal, aspirante a ocupar la cama caliente que dejará Valcárcel cuando se vaya a disfrutar el chollo bruselense, le ha dado a mi extraordinaria para pagar la deuda pública que, al parecer, creé estos últimos años por empeñarme en vivir por encima de mis posibilidades, por lo que no me percato del desastre al que me voy a ver abocado hasta que es demasiado tarde.

O sea, hasta que entro en la plaza de Santa Catalina y me tropiezo con un espectáculo indescriptible: miles de personas, sentadas en mesas, apoyadas en taburetes o simplemente de pie junto a las barras de los bares y restaurantes que allí proliferan, beben y/o comen al tiempo que fuerzan la voz para intentar entenderse con sus compañeros, pues el girigay que organiza tanta humanidad, pese a estar al aire libre, es descomunal. Consigo salir de allí, pero atravesar la vecina Plaza de las Flores me resulta imposible: no queda un milímetro cuadrado libre. Luchando contra una creciente sensación de agobio, arrollando a, y siendo arrollado por, centenares de otros cuerpos, escapo por una de las estrechas calles laterales hasta alcanzar Madre de Dios que, por no estar tan atacada, me permite avanzar casi con normalidad. Cuando, al fin, llego a casa y me quito el plumas, descubro que mi camisa está totalmente empapada de sudor.

El fenómeno que acabo de describir se repite cada fin de semana, aunque en días como este viernes, el del Bando de la Huerta o el de la romería de septiembre, alcanza cotas de vértigo. No solo en esas plazas; los vecinos de Pérez Casas podrían dar testimonios más dramáticos.

Si saco a colación el tema es porque la llamada crisis no ha hecho sino acrecentar su dimensión. Por supuesto, mucha de la gente que ocupaba esas mesas y taburetes antes de que Lehman Brothers, la empresa de la que era fiel empleado De Guindos antes de que Rajoy le encomendara, junto a Montoro, salvar a España, y cuya bancarrota fue el pistoletazo de salida para acabar con nuestro incipiente Estado de Bienestar e impulsar la privatización salvaje de servicios públicos fundamentales, ya no está ahí: se convirtieron en daños colaterales de esta triunfante y universal revolución de los ricos, y su lugar lo ocupan ahora otros elementos, más jóvenes y peor pagados, salidos del enorme 'ejército de reserva' que la 'reforma laboral' ha producido, pero con la misma necesidad de sentirse libres y olvidar la realidad por unos momentos.

Lo curioso es que estas manifestaciones de lo que, pese a la enorme cantidad de decibelios que son capaces de emitir, los gobernantes actuales llaman 'mayoría silenciosa', coinciden en el tiempo con las ruedas de prensa (?) de un Consejo de Ministros que, desde que lo preside Rajoy no ha hecho más que publicitar normas y leyes que, irremediablemente sancionadas más tarde por un Parlamento con mayoría absoluta, no han dejado de empobrecer a la mayor parte de quienes comen, beben y gritan en esas plazas y calles. A esa hora han anunciado la rebaja del sueldo y la eliminación de las extraordinarias de los funcionarios; la laminación de los derechos laborales y el abaratamiento del despido, aunque la OCDE no descansará hasta que sea absolutamente gratis (Báñez nos ha 'tranquilizado' al decir que solo se harán algunos 'ajustes técnicos'); la eliminación del aborto como derecho y su reconversión en delito, incluso cuando el feto porte anomalías genéticas que lo condena a ser, el tiempo que 'viva', alguien absolutamente dependiente, sin que los padres 'forzosos' puedan esperar recibir ni un euro de ayuda, medida ésta que ha causado satisfacción en las clínicas abortistas de Francia y Reino Unido: esperan recuperar los ingresos que las españolas les procuraban durante el franquismo; el nombramiento de 'comisiones de expertos' para 'ajustar' las pensiones; leyes de seguridad ciudadana y de servicios mínimos que, desprovistas de supervisión judicial, aherrojarán los derechos de manifestación, de reunión y de huelga?

A mí, este comportamiento me hace recordar un poema de Martin Niemöller, pastor luterano opositor a Hitler, que empezaba diciendo «cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista», y terminaba con esta triste constatación: «Cuando vinieron a buscarme, ya no había nadie que pudiera protestar». O, mejor aún, a la fábula de la rana que, nadando tranquilamente dentro de una cazuela con agua que se calienta a fuego lento, murió hervida sin haber hecho el menor esfuerzo por salir cuando aún tenía posibilidades de hacerlo.